La Jornada

Beirut, en llamas; el pueblo está hambriento y furioso

- ROBERT FISK THE INDEPENDEN­T BEIRUT

Creí que los días en que quitaba a patadas llantas quemadas de las calles habían pasado. En 1972 lo hacía en Belfast; luego, con frecuencia, aquí en Beirut.

Pero este sábado, mientras mi fiel conductor Selim esperaba con paciencia a que yo saludara de mano al miliciano local y le explicara por qué quería llegar a Damur (unos 18 kilómetros al sur de Beirut) y le mostrara mi pequeña credencial de prensa libanesa, usaba mi mejor par de zapatos cafés para retirar las llantas quemadas del camino. Estaban calientes. Los ojos me ardían tan sólo de mirar las llamas.

Para eso queman las llantas, claro. Y los conductore­s libaneses, escondidos detrás de nosotros como conejos, dieron media vuelta y se fueron a casa. Bueno, nosotros pasamos. Y seguimos adelante, y reímos por haber podido hacerlo. Pero este asunto es muy serio. El ejército se mantenía al margen; la policía aconsejaba a los automovili­stas ir a casa. La ley y el orden –¿recuerdan esas viejas palabras?– importaban menos que el derecho de paso. Pero, durante varias horas, Selim y yo ejercimos nuestro propio derecho de paso.

En su mayoría, los hombres que encendían esos fuegos pertenecía­n al Movimiento Amal, el grupo chiíta controlado por Nabih Berri, presidente del Parlamento libanés. O eso me dijeron, y no lo discutí.

Este hecho relata su propia historia. Algunos eran muy pobres, y lo parecían, y en realidad no los culpo por sus acciones. Líbano nunca ha sido una nación muy rica –excepto los comerciant­es sunitas y los banqueros cristianos– y esas eran las personas que no tienen suficiente para comer. Durante días han estado protestand­o por su suerte. La libra libanesa ha caído, el precio de los alimentos se ha disparado –todo cierto, les aseguro– y ellos protestan.

No me sorprendía, y sin embargo había algo nuevo e inesperado. Toda esta semana, las montañas de Líbano se han incendiado. Los pinos y las maravillos­as laderas que son su orgullo han estallado en llamas. Los tres helicópter­os contra incendios del gobierno se echan a perder en el aeropuerto internacio­nal de Beirut –el gobierno no les da mantenimie­nto– y se necesitó que Grecia, Chipre y Jordania enviaran los suyos para mojar las colinas ardientes. Mi departamen­to en la playa de Beirut olía a humo. La noche del miércoles, Dios visitó Líbano –viene de vez en cuando, según mi apreciació­n– y empapó la tierra en lluvia y tempestad. La mañana del jueves, mi balcón estaba cubierto de arena y ceniza.

Pero algo mucho más serio ocurre aquí. La rabia física del pueblo libanés no es sólo un arrebato de milicianos. No es porque el común de la gente tenga hambre –que la tiene–, sino porque un sistema injusto (aún más impuestos, precios cada vez más altos) hace imposible trabajar para llevar dinero y comida a casa.

Déjenme plantear una cuestión. En la avenida costera donde vivo –la avenida de París, como el mandato francés decidió llamarla en la década de 1920– casi cada edificio de departamen­tos está vacío. Excepto por los vecinos que comparten este pequeño edificio donde vivo, no hay más que oscuridad. Puede uno ir al centro de la ciudad desde ahí, recorrer varios kilómetros, y no encontrará una luz. Los propietari­os de los edificios los mantienen como inversión –la mayoría son iraquíes, pero hay algunos sirios y sauditas– y nadie vive aquí.

En un país en el que los pobres del valle de Bekaa y los refugiados de Siria y palestinos (de los cuales, por supuesto, ya no hablamos, puesto que son los escombros del Estado de Israel) existen en barracas, esos poderosos centinelas del dinero se alzan triunfante­s: vacíos y ricos, una vergüenza para Líbano.

Me temo que tendremos más llantas quemadas en los caminos. © The Independen­t

Traducción: Jorge Anaya

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Protesta ayer en Beirut para exigir el fin de la corrupción y del mandato de la élite política en el país. Foto Ap

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