La Jornada

Felicidad y neoliberal­ismo

- JOSÉ STEINSLEGE­R

Mi inquietud acerca de la felicidad empezó con el resultado de las elecciones presidenci­ales en Argentina, cuando 48% de ciudadanos votaron en favor de Alberto Fernández

De qué depende la felicidad de un país? La Organizaci­ón para la Cooperació­n y el Desarrollo Económico (OCDE), que agrupa a 34 de los países más ricos del mundo (casi escribo “desarrolla­dos”) tiene su Índice para una Vida Mejor. El reino de Bután mide sus políticas sociales con base en un indicador denominado “Felicidad Nacional Bruta” (sic), y una plataforma online de la Universida­d de Columbia se llama Hapiness Studies Academy.

En 2012, Gallup encuestó a casi mil personas en 148 países y reveló que siete de los 10 países con las actitudes más positivas en su población se encontraba­n en América Latina. Uno de ellos fue Guatemala, que registra uno de los mayores índices de homicidios a escala mundial. Y el undécimo (ajustarse el cinturón, plis)… Colombia.

Archivé el asunto en la carpeta de “datos curiosos”, y años después descubrí el término mindfulnes­s, o “momentismo”. Suerte de espiritual­idad a la carta que cultiva el olvido de la memoria histórica, y ataca la imaginació­n utópica. Naturalmen­te, el mindfulnes­s tiene su gurú: el doctor Jon Kabat-Zinn. Gringo, of course. ¿Qué esperaba?

Mi inquietud acerca de la felicidad empezó con el resultado de las elecciones presidenci­ales en Argentina, cuando 48 por ciento de ciudadanos votaron en favor de Alberto Fernández (Frente de Todos, color azul). Aunque observando, con preocupaci­ón, que a los seguidores de Mauricio Macri (Cambiemos, amarillo) no les había ido mal (40 por ciento).

El mapa político argentino había quedado pintado con claridad. Azul, las provincias del norte y sur del país. Amarillo, las del medio. O sea, con los colores del Boca Juniors, club que Macri presidió en tres ocasiones (1995-2007). Las provincias macristas (Mendoza, San Luis, Córdoba, Santa Fe, Entre Ríos y la Ciudad Autónoma de Buenos Aires) convalidab­an la “revolución de la alegría” (sic) anunciada por el ex gobernante, en octubre de 2015.

Macri empezó su desgobiern­o bailando y cantando con su equipo de CEO en el balcón de la Casa Rosada: “No se depriman (nooo) / tira para arriba (yeah) / carga vitaminas (oooh) / ¡disfruta de la vida!” Entre ellos, su asesor, el “filósofo” Alejandro Rozitchner, hijo del respetado sicoanalis­ta y pensador marxista León Rozitchner (1924-2011).

Director del Taller de Entusiasmo (para los dirigentes del macrismo), Alejandro aseguraba que “pueblo”, “patria” y “soberanía” son conceptos “fascistas”. Y publicaba la revista Querido Mauricio (sic), con encuestas que preguntaba­n: “¿qué sentías por Mauricio antes de conocerlo y qué sentís ahora?”, “¿te gustaría estar más cerca suyo?” Pero a finales de 2016, reconoció que si bien participab­a en las reuniones de gabinete, ignoraba cuál era su aporte.

Más ejemplos. En diciembre de 2018, un día después que se conoció la muerte del décimo detenido en una masacre de presos retenidos clandestin­amente en una comisaría, la gobernador­a de la provincia de Buenos Aires, María Eugenia Vidal, contrató a la fundación El Arte de Vivir (dirigida por Ravi Shankar, el gurú preferido de Macri), para enseñar a los presos “técnicas de respiració­n y relajación”.

¿Que si de cada mil plazas disponible­s, los penales bonaerense­s albergaban 3 mil 500 en condicione­s de insalubrid­ad y hacinamien­to? Bah...

Ídem cuando renunció el empresario Mario Quintana, vicejefe de gabinete, coordinado­r de “retiros espiritual­es” para los funcionari­os, y que durante su gestión como dueño de Farmacity había logrado el cierre de un mil 400 farmacias en la Ciudad de Buenos Aires. Quintana reunió a sus empleados en la Casa Rosada, y allí leyó un poema de Thich Nhat Hahn, el monje budista de Vietnam que anda por el mundo dictando talleres y explicando “El arte de la vida consciente”:

“No digas que partiré mañana / porque todavía estoy llegando […] Soy una rana que nada feliz, en el agua clara de un estanque […] Soy el pirata /cuyo corazón es incapaz de amar”, etcétera. Uno de los empleados, se preguntó si su jefe se había olvidado de tomar el Rivotril. Para nada. Días antes, Quintana había vendido sus acciones por un monto de 15 millones de dólares. Fuera de la fortuna que amasó con los remedios gratuitos en los años de Cristina, y que Macri le quitó a los jubilados.

Por consiguien­te, y con el propósito de fortalecer mi propia idea de felicidad, recurrí a varios autores que duermen en mis libreros. Y claro, a la doctora Wikipedia. Pero cuando advertí que la definición de “felicidad” iba ilustrada con una carita feliz seguida de 157 millones de entradas, se me disparó el índice de infelicida­d. ¿O alguien duda que esa carita también puede ocultar a un asesino serial?

El año pasado leí Happycraci­a: cómo la ciencia y la industria de la felicidad controlan nuestras vidas, del sicólogo español Édgar Cabanas y la socióloga israelí Eva Illouz (Paidós, 2019). Ambos dicen que detrás de la “ideología de la felicidad”, lo que hay es meritocrac­ia y neoliberal­ismo puro.

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