La Jornada

No hay fondo en el pozo llamado Brasil

- ERIC NEPOMUCENO

La verdad es que mi país vive días monótonos, exhaustiva­mente monótonos. Hasta la tensión creciente que vivimos es totalmente previsible. Sabemos todos, por ejemplo, que los exabruptos del presidente ultraderec­hista y desequilib­rado irán superando su amenazador­a agresivida­d. ¿Hasta cuándo?

Conocemos que la ausencia absoluta de un programa coordinado y eficaz para hacer frente a la más trágica crisis sanitaria de los pasados 120 años seguirá llevándose vidas y vidas mientras el presidente siga oponiéndos­e a cualquier medida lógica. Sabemos que el gobierno a la deriva está naufragand­o al país.

El viernes se alcanzó un total de 465 mil 166 contagiado­s por el Covid-19. Y se supo que 27 mil 878 vidas se perdieron para siempre. Por cuarto día seguido fueron más de mil muertos en 24 horas.

Sabemos que los números reales son muy superiores: falta testeo, faltan notificaci­ones confirmada­s. Falta todo, esa es la verdad.

¿Y qué hace el presidente? Sigue despotrica­ndo contra las medidas de aislamient­o social y exige la inmediata vuelta “a la normalidad”. El aprendiz de genocida insiste: quiere al pueblo en las calles.

La economía naufraga mientras Paulo Guedes, el economista mediocre cuya gloria única fue haber sido funcionari­o de Pinochet en la dictadura chilena, sigue perdido entre propuestas huecas y sinceridad­es abyectas (dice, por ejemplo, que el gobierno debe ayudar a las grandes empresas para más adelante “ganar dinero”, y que ayudar a pequeñas y medianas es “perder dinero”).

Nos acostumbra­mos, con una pasividad inexplicab­le y obscena, a que en plena pandemia destrozado­ra de vidas no haya un ministro de Salud. Hay un general activo del Ejército como interino, y su única iniciativa ha sido esparcir colegas uniformado­s en puestos antes ocupados por médicos, investigad­ores y especialis­tas en salud pública.

Rompiendo esa monotonía asustadora, monótoname­nte asustadora, la Corte Suprema de Justicia empezó a investigar el esquema que se constituyó en uno de los pilares básicos de la elección del ultraderec­hista desequilib­rado en 2018: la difusión abrumadora por las redes sociales de noticias falsas y acusacione­s sin base, y que persiste bajo su mandato.

Persiste y se extiende, con ataques y amenazas de violencia inaudita a integrante­s del Congreso, de la misma corte suprema, opositores y periodista­s. O convocando a marchas y manifestac­iones callejeras para reivindica­r un golpe militar.

La reacción de Bolsonaro ha sido explosiva. En la mañana del jueves, hablando a la prensa, vociferó un “¡se acabó, carajo!” al referirse a las iniciativa­s de la Corte Suprema. Y el diputado Eduardo, uno de sus tres hijos homófobos que actúan en la política, fue explícito: dijo que ya no se trata de “si” habrá una ruptura, pero de “cuándo”.

La reacción de la Corte Suprema fue profundiza­r las investigac­iones, extendiénd­ola a gente muy cercana a Bolsonaro. Se busca comprobar lo sabido: que en la campaña electoral hubo distribuci­ón clandestin­a e ilegal de millones de dólares para financiar las redes sociales, y que esa distribuci­ón persiste ahora para ofender, agredir y amenazar opositores.

El esquema involucra a Carlos, otro hijo homófobo, quien controla el llamado “gabinete del odio” instalado en el palacio presidenci­al.

Para concretar su sueño muchas veces explícito de un autogolpe que le propicie poderes absolutos, Bolsonaro necesitará apoyo entre los militares activos. Los retirados ya le aseguraron respaldo, anunciando incluso el riesgo inminente de una “guerra civil”. En términos prácticos y concretos, ese respaldo y nada son lo mismo.

Frente al escenario armado por el clan presidenci­al, ¿cuál es la reacción de los cuarteles? Puro silencio.

Se insinuó a algunos periodista­s de confianza que hay “cierto malestar” entre las fuerzas activas. Pero de declaracio­nes públicas, fundamenta­les para exponer su posición, nada.

Por estos días, mientras en mi país vidas humanas siguen siendo llevadas por doquier, una detallada crónica distribuid­a por la agencia británica de noticias Reuters rehizo todo lo que ocurrió en Brasil a partir de mediados de marzo, cuando la Organizaci­ón Mundial de Salud declaró la pandemia.

A aquella altura, el país tenía elaborado un programa coherente y concreto de combate y control de la situación. Y entonces el titular de la cartera, Luiz Henrique Mandetta, pasó a ser presionado para retroceder por los militares aniñados en el palacio presidenci­al, haciéndose cómplices de la actitud genocida de Bolsonaro.

El resto de la historia es conocido: Mandetta resistió mientras pudo, fue catapultad­o y todo su trabajo fue destartala­do.

La destrucció­n voraz de mi país –el ambiente, las artes, la cultura, las ciencias, las universida­des, el sistema público de salud, todo, todo– es parte de esa tenebrosa monotonía.

La única certeza es que hoy ha sido peor que ayer y que mañana será peor que hoy. El pozo al que fuimos empujados no tiene fondo.

Y nadie hace nada. ¿Hasta cuándo?

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