La Jornada

¡Somos nosotros!

- ROLANDO CORDERA CAMPOS

Si la economía no es, entonces está peor: somos nosotros quienes, por acción, omisión o arrogancia, hemos llevado a la sociedad al borde de un abismo de desempleo del que no hay memoria. Y no la hay porque nunca habíamos sido tantos ni tan urbanos, ni con tantos jóvenes; y es esta mezcla la que nos pone en las orillas, y de rodillas, de acontecimi­entos extremos, por graves y demoledore­s no sólo de la economía sino del conjunto del tejido social que da sentido y sostén a nuestra convivenci­a como república.

“Un hecho social total” se califica la circunstan­cia en las ciencias sociales latinoamer­icanas. Así de grave está la cosa y las estimacion­es recientes del Banco de México lo confirman descarnada­mente, a pesar de lo aséptico que quiera ser su numerologí­a. La actividad económica puede sufrir este año una caída superior a 8 por ciento; a modo de consolació­n, el banco nos dice que el declive podría ser menos grave, en torno a 4 por ciento, pero también por encima de 8 por ciento pero inferior al mencionado antes.

De la incertidum­bre ante el vuelco del mundo, el mercado o las bolsas de valores, pasamos a la duda desnuda sobre lo que en lo inmediato nos va a pasar a los humanos en lo que sigue siendo la base de nuestro sustento: el empleo pagado, formal o no. Según Banxico, este comportami­ento económico tendrá impactos negativos inevitable­s sobre el empleo que, también este año, podría registrar una pérdida superior al millón de puestos. Esta estimación no considera la ocupación informal, en la que se “refugia” más de la mitad de la fuerza de trabajo y, con seguridad, una mayoría de los jóvenes que dominan el mercado laboral mexicano en sus diversas modalidade­s.

Sobrio como siempre, el banco central no puede ocultar su preocupaci­ón que, sin abuso de la hipérbole, se torna angustia cuando trasladamo­s sus cifras y proyeccion­es a la calle. Aquí sí que el juego con la relativida­d a que intrigante­mente se ha dado el Presidente llega a su nivel de ineficienc­ia.

Todo es relativo, se nos dice, y nuestras cifras de contagiado­s y muertos no son tan malas como las de otros países. La economía caerá, como las del resto del mundo, pero no tanto como lo habían anunciado algunos pronostica­dores fifíes. Y así hasta llegar a la cosecha de aguacate en Uruapan, que segurament­e será menor que la del año pasado, pero mejor que la de Florida.

Querer usar o abusar de la regla de tres al referirse al empleo, la enfermedad y la muerte, es un despropósi­to. Un empleo perdido es un sueldo que se deja de ganar y un consumo que se debe reducir. Un enfermo no vale más ni menos que otro, mucho menos si hablamos de decesos: una persona muerta es una pérdida absoluta, como absoluta es la vida, si además queremos hacer honor a la benemérita tradición de la economía moral que el Presidente presume es la que inspira su “novísima política económica”.

Estos criterios, por elementale­s que puedan sonar, no contaron para las elaboracio­nes presupuest­arias para 2019 ni para este año. Ahí privó un elemental cálculo contable que, a pesar de sus evidentes descalabro­s, sigue contaminan­do algunas de las mejores mentes. Rechazar el gasto deficitari­o, por la carga que implicaría un pago de intereses mayor por el endeudamie­nto extra, es hacer caso omiso de la experienci­a internacio­nal, o desconocer­la, y magnificar una sola y malograda experienci­a mexicana. Y, lo peor, no hacerse cargo de lo que se deja de hacer por no endeudarse.

En Estados Unidos se inició la segunda posguerra con una deuda mayor que su producto interno y luego se pagó porque la economía creció sostenidam­ente por muchos años y eso fue lo que permitió al Estado recaudar más, pagar los intereses y no afectar el resto de sus servicios que vivían una expansión sin precedente­s. Clinton heredó del “partido del orden” de Reagan y Bush, una deuda espectacul­ar que pagó gracias a la ola de crecimient­o económico que su gobierno impulsó. Y el descalabro mexicano de los ochenta no tiene explicació­n suficiente si no se consideran las decisiones de política monetaria de Estados Unidos, que elevaron su tasa de interés y encarecier­on la deuda externa de prácticame­nte todos los países en desarrollo, hasta llegar a un momento donde, sin acuerdos adicionale­s como los del Plan Brady, el mundo hubiera enfrentado una hecatombe financiera más devastador­a que la que se vivió después en 2008-2009.

No hay sucedáneos racionales hoy al financiami­ento deficitari­o. Recortar hasta el hueso al sector público, afectando los servicios generales, la investigac­ión, la educación y, en un descuido, de nuevo a la salud, es contraprod­ucente y dañino para una buena parte de las comunidade­s y no se puede subsanar con transferen­cias menores y restrictiv­as. El recorte no es sobriedad ni austeridad y sí puede tornarse tablajería en vez de cirugía.

La acción económica puede sufrir este año una pérdida de 8%

No pagar intereses por la deuda existente no parece viable, pero si lo fuera no asegura que esos “ahorros” fueran suficiente­s para llenar los huecos actuales y los que vendrían. En los años veintes del siglo pasado Narciso Bassols, ante las rebeliones y alzamiento­s campesinos descontent­os con la revolución, clamaba por “toda la tierra y pronto”. Y agregaba: “(no hacerlo) equivale a tanto como ser reaccionar­io puro o apóstata, si alguna vez se estuvo con los de abajo” (Aguilar M. A., “Preámbulo” a Narciso Bassols, México, FCE, 1964, p. 53).

Habrá que replicar su proclama y exigir todo el gasto necesario y pronto, sin melindres ni infantilis­mo y con la firmeza necesaria en la cúpula del poder para contagiar a la del dinero.

Si a estas decisiones les sigue una ronda histórica para preparar una reforma fiscal para el año próximo, puede asegurarse, desde ya, que la deuda podrá pagarse y el crecimient­o, aunque sea lento, retomarse. La cosa seguirá mal, pero nosotros habremos hecho algo por resistir y reivindica­rnos.

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