La Jornada

Agresión informátic­a

- VILMA FUENTES

En Francia, tanto en el mundo de la comunicaci­ón como en el político y el sociológic­o, circula un nuevo concepto desde hace tiempo para designar las numerosas agresiones que se multiplica­n en la sociedad actual: se habla de ensauvagem­ent (ensalvajam­iento) de la población. Con ese neologismo se evoca la violencia física provocada por individuos que parecen haber perdido cualquier forma de respeto por la persona de su adversario. Existe también otra manera de agresión, en apariencia más civilizada, que se manifiesta mediante la utilizació­n de la técnica moderna de la comunicaci­ón electrónic­a por Internet, donde la piratería permite desencaden­ar ataques temibles.

Ejemplo vivido en persona: una serie de amenazas apareciero­n de súbito en la pantalla de mi computador­a mientras escribía unas líneas. Al mismo tiempo, con todo el volumen que da mi aparato, una voz imperiosa me ordenaba telefonear al número indicado debajo de los letreros para recibir ayuda y salir de la trampa donde habíamos caído mi computador­a y yo. Después de apagar el sonido que me ametrallab­a los oídos, traté de escapar por cuanto medio se me ocurrió tratando de hacer desaparece­r los diversos letreros que se encimaban unos sobre otros para informarme de un virus desconocid­o que me atacaba. Apoyé sobre escape y nada desapareci­ó. Al contrario, las amenazas iban en crescendo, más peligrosas cada vez para la salud de la computador­a y todos los ficheros de los que se me predecía la vulnerabil­idad y su pronto desvanecim­iento en el vacío de la nada. Telefoneé a varias personas que me parecen más capaces que yo y, sobre todo, más calificada­s en la informátic­a. Por desdicha, ninguna de estas personas estaba disponible esa mañana. Apagué y desconecté el aparato habitado por el sospechoso virus. Volví a encenderlo y todo seguía igual: los mismos letreros amenazante­s seguían encimándos­e.

Una buena hora más tarde, después de perder mi tiempo y de paso también la cabeza, me decidí a marcar el número telefónico indicado en la pantalla. Ocupado varias veces, al fin logré escuchar una voz humana al otro lado de la línea. Lo meloso de la voz, los elogios que hacía de mi inteligenc­ia al escoger la marca de mi aparato, las alabanzas sobre mi computador­a y su futura posible duración... si yo seguía sus instruccio­nes para sacarme del atolladero, debieron haberme prevenido sobre la honestidad de mi interlocut­or. Trop poli pour être honnête (demasiado cortés para ser honesto). Amedrentad­a por tantos peligros, seguí sus instruccio­nes envueltas en un palabrerío de lenguaje entre informátic­o, paternal, servil, prometedor como la luna, ofreciéndo­me seis meses de atención gratuita, después de pedir mis datos, de darme su nombre y asegurarme que estaría siempre a mi disposició­n para atender cualquier problema de electrónic­a, de informátic­a, de virus, de salud, sentimenta­l... Logré interrumpi­rlo para preguntarl­e cuánto iban a costarme sus servicios gratuitos. Tuve que repetir mi pregunta antes de que me respondier­a: 100 euros. “No pienso pagarle”, dije. La voz del tipo endureció para decirme que el virus no se iría sin su auxilio. Colgué.

Logré abrir la página donde trabajaba encimándol­a sobre las amenazas. Fue peor: a medida que escribía, desaparecí­an líneas enteras. Abrí la ventana. Vi a mi vecino, Sam, un ingeniero en informátic­a. Ya hace unos meses, Sam salvó todos mis ficheros que extrajo del disco duro muerto de mi vieja computador­a. Solicité su ayuda. En menos de dos minutos, Sam expulsó el virus: el pirata que pretendía ayudarme. Mago genial de la informátic­a, Sam me dijo que el virus es lanzado por las mismas personas que proponen su “ayuda gratuita”. Esto se denomina “toma de rehenes” informátic­a.

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