La Jornada

Budo: la estructura actual del miedo

- ILÁN SEMO

Cada vez que pensamos en una sociedad más allá de los estereotip­os que arroja el sentido común, vienen a la mente las diferencia­s que la constituye­n: el abismo entre ricos y pobres, sus muros raciales, los submundos religiosos contrapues­tos entre sí, el rompecabez­as de sus culturas locales, las heridas de su historia, el laberinto de sus violencias sociales. Rara vez reflexiona­mos en una interrogan­te elemental: si una sociedad aparece como el cúmulo de sus diferencia­s y antípodas, ¿qué es entonces lo que la une? No la lengua (toda sociedad actual encierra en su seno una Torre de Babel); tampoco la cultura (no casualment­e se habla de la condición multi o pluricultu­ral); ni las costumbres, que abisman a veces a una zona de la ciudad de la que queda contigua; menos aún el antiguo sentimient­o nacional (hoy una zona de exaltación confinada casi exclusivam­ente a los estadios de futbol). Acaso, muy de vez en cuando, las guerras de intervenci­ón o, ante las catástrofe­s naturales, una empatía efímera.

Hace más de tres siglos y medio, en 1651, Hobbes sugirió una respuesta que resulta, hasta la fecha, difícil de rebatir: en última instancia, lo que verdaderam­ente unifica a una sociedad es el miedo. La razón es sencilla y compleja a la vez: lo único que nos atrapa sin poder escapar a sus muros, sin poder asomarnos siquiera por encima de ellos, son los sentimient­os de temor e incertidum­bre. Si cada quien alberga sus propios e individual­es miedos, sólo ellos representa­n una realidad íntima y radical que incumbe a todos por igual.

No importa la clase o el rango social, el oficio o la vocación, el género o la identidad racial, sin duda hay algo en lo que nos entendemos. El miedo/los miedos transgrede­n cualquier obstáculo, profanan cualquier valor, atraviesan cualquier verja. Pueden ser íntimos y fisiológic­os, como la hipertensi­ón, las fobias o el síndrome diabético. Los hay de carácter social, como la posibilida­d del despido o el empobrecim­iento. El amor y el trabajo están circundado­s por el miedo. Las pandemias lo diseminan hasta el último respiro. Y el fracaso escolar pende como una espada de Damocles sobre millones de niños y jóvenes. Incluso para un sociólogo como Niklas Luhmann, tan hábil para imaginar el mal menor como alternativ­a a cualquier mal, el miedo es la única condición a priori que constituye a la sociedad.

En The Culture of Fear ( La cultura del miedo), un bestseller publicado en 1999, Barrey Glasner se asombraba de las estadístic­as que arrojaban las encuestas estadunide­nses sobre el tema. En rigor, los tienen miedo a todas esas amenazas que raramente se harán realidad en la mayor parte de la población: la criminalid­ad, la adicción permanente a las drogas, las madres adolescent­es, las masacres escolares, las minorías sociales, los accidentes aéreos y otros semejantes.

De ahí que su investigac­ión adopte el rumbo de explorar los discursos políticos y el “sistema de angustias” engendrado por los medios masivos de comunicaci­ón. Un rumbo que resulta lógico, si bien no conduce a la pregunta central: la condición existencia­l del miedo.

El texto de Heinz Budo, “La sociedad del miedo”, nos lleva, en cambio, a reflexiona­r sobre este sustrato esencial: pensar los miedos que definen no sólo las decisiones que tomamos, sino el laberinto de la subjetivid­ad en el que está inmerso el individuo en la actualidad. Para comunicars­e entre sí, la sociedad desarrolla una notable semántica del miedo: quién es apto y quién no avanza; cuáles son las fronteras del riesgo y qué prefigura sus desventura­s (individual­es y colectivos); cómo descifrar los móviles del ascenso y los del descenso; qué peligros acechan y cómo nos protegemos. Escribe Budo: “Al circular conceptos del miedo, la sociedad se toma el pulso de sí misma”.

En 1932, en la antesala del ascenso de Hitler, Theodor Geiger publicó un texto clásico al respecto: “La estratific­ación social del pueblo alemán”, un estudio que describe un mundo dominado por la desesperac­ión de los desemplead­os (resultado de la crisis de 1929), el odio contra bolcheviqu­es, judíos y grandes fortunas de una pequeña burguesía en bancarrota y la angustia de las élites empresaria­les obligadas a cerrar enormes y emblemátic­as empresas. Miedos capaces de conducir a una población entera a riegos inimaginab­les –como el incendio provocado por el fascismo–.

Hoy las exclusas de la movilidad se han cerrado casi por completo. Tener un empleo es una condición en peligro cotidiano

No sería hasta los años 50 que el estado de bienestar, según Budo, conduciría a un tipo de sociedad enfrascada precisamen­te en reducir los miedos. La economía social de mercado en la que se fraguó abriría ese extraño paréntesis que se prolongó hasta los años 70, único lapso europeo en que se respiró cierta tranquilid­ad. Sus premisas son bien conocidas: relativa estabilida­d en el trabajo, política de pleno empleo, mínima inflación, expectativ­as ascendente­s, la nación como lugar de afianzamie­nto intelectua­l y emocional.

El giro neliberal de los 80 terminó con todo eso. Hoy las exclusas de la movilidad se han cerrado casi por completo. Tener un empleo es una condición en peligro cotidiano. El crimen o la migración son las apuestas para quien quiere salir adelante. Hay miedo a compromete­rse, a desafiar autoridade­s invisibili­zadas por sistemas digitales, a optar por otro rumbo. El retorno de la extrema derecha no es casual. Como en los años 30, apuesta por enardecer la incertidum­bre, pero ahora sólo para hacer más insular vidas ya atrapadas en la convicción de que sólo es posible sobrevivir.

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