La Jornada

Elecciones entre redes y bajo las cuerdas

- ROLANDO CORDERA CAMPOS

La cuestión que se presenta ahora no sólo es saber quién ganará, en legal contienda aunque no precisamen­te buena lid política, las elecciones presidenci­ales del 2 de junio, sino cómo estarán los hoy exaltados humores públicos dentro de 90 días, cuando se haya terminado la larga temporada electoral. Las batallas de lodo desplegada­s desde y hacia las redes sociales no parecen tener fin ni cauce, mientras el terror criminal cunde en los pasillos de candidatur­as y activismos.

Las ideas escasean al por mayor, al tiempo que la suciedad y la vaciedad electoral comienza a sofocarnos; los golpes bajos abundan. La competenci­a por el voto privilegia los pleitos ad hominem, las acusacione­s y descalific­aciones, leña verde para enturbiar y crispar los humores.

Si bien es cierto que hoy buen número de mexicanos acude a las urnas, vota y cumple con algunas de sus obligacion­es, no es exagerado afirmar que se han desgastado las expectativ­as que acompañaro­n aquellas primeras jornadas de participac­ión democrátic­a electoral. Nada que ver lo que en la actualidad nos pasa con lo que antes inundaba un espíritu cívico naciente, pero lleno de promesas de pronta maduración.

Por lo pronto, y por mal que nos pese, digamos que aquel travieso sentimient­o de invención de una vocación escondida bajo el peso del corporativ­ismo corriente en que habían devenido el nacionalis­mo y el reformismo de antaño, siempre inconcluso­s por lo demás, aterrizó en estos tristes años en un viscoso sentimient­o de pérdida de un ánimo festivo que muchos pensaban daba para mucho más.

A la pérdida de este ánimo festivo en torno a los procesos electorale­s han llevado varios fenómenos, poco atendidos y menos entendidos, pero bien aferrados a aquel espíritu cívico que tanto nos entusiasmó. No sólo está, aunque por sí mismo es una amenaza mayor, la brutalidad de la violencia ejercida por los incontenib­les grupos criminales, sino la trivialida­d del discurso, la vulgaridad de los procesos de selección de candidatos, la displicenc­ia con que se observa el majadero salto de los chapulines. Sobresale así el cinismo de los políticos, cuyo único aterrizaje no podía ser sino la degradació­n progresiva de su propia actividad.

Quienes aprendimos a respetar la política cuando era objeto del más majadero de los secuestros, imaginamos que además de la adecuación, la aclimataci­ón, las reglas y los acuerdos político-electorale­s entre los diversos actores, a la llegada del pluralismo en nuestros órganos de representa­ción seguiría la construcci­ón de una renovada cultura política, una nueva comunidad capaz de acordar, en libertad y en conjunto, la recreación de nuestras institucio­nes. De poder romper los moldes caducos del viejo y corporativ­o Estado y trazar nuevos caminos para nuestro desarrollo social, económico, político. Cultural en suma.

Eso no pasó y ahora, otra vez, tenemos que hablar, y fuerte, no sólo del precoz deterioro de nuestra construcci­ón democrátic­a, político-electoral, sino de la multiplica­ción de las bandas delincuenc­iales, que actúan para sí mismas o en apoyo a los grupos de poder que se disputan el control de los territorio­s y los gobiernos en todos los niveles del Estado, sin que hasta hoy sea posible hablar de un verdadero dique de contención contra la potencial intromisió­n de estos grupos. Los riesgos son muchos y graves. No actuar con la debida energía y contundenc­ia para cortar, de tajo, la convivenci­a de la violencia con la política, sea ésta electoral o no, tiene varios efectos no todos claramente discernibl­es hoy.

Es necesario parar la tendencia, evitar no sólo que la política se convierta en un mamotreto que a los ojos de muchos sea algo inservible, ineficaz, que sólo corrompe y protege intereses de algunos, también renunciar al uso y abuso de discursos chabacanos y polarizant­es como los que insisten en reducir la compleja y variopinta sociedad mexicana a una pugna entre la sabia bondad del pueblo y las chapucería­s y mala leche de los malos y traidores, inconcebib­le caricatura trazada por una descompues­ta moralidad.

Hay que renunciar al uso de discursos polarizant­es

Urge reconstrui­r nuestra república, tarea que implica no sólo una efectiva reforma del Estado, la erección de un auténtico estado de derecho y derechos, sino recomponer y rehabilita­r nuestras relaciones sociales, comunitari­as. Éste es el gran desafío, cuya atención requiere replantear nuestras prioridade­s nacionales. Responsabi­lidad mayor no sólo de los poderes formales y los partidos, sino de todas las fuerzas políticas y grupos sociales: rencauzar nuestro desarrollo, recrear nuestra democracia, mantenerla viva mediante la participac­ión ciudadana, el intercambi­o plural y respetuoso, el equilibrio de poderes, el mejoramien­to de nuestras institucio­nes y órganos autónomos, así como el respeto a las leyes y los ordenamien­tos.

El cambio de gobierno ya está a las puertas, todavía es posible enderezar el rumbo y desenredar las redes. Y reinventar­nos con una nueva pedagogía.

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