La Razón de México

LAS AVENTURAS DEL QUIJOTE EN EL MISSISSIPP­I

- L. M. OLIVEIRA @munozolive­ira

Pocos recuerdos de mi infancia son tan gozosos como los que me traen Tom Sawyer y Huckleberr­y Finn. Desde que nos mudamos a vivir a la Magdalena Contreras, en un condominio de unas siete casas, todas con niños de mi edad (el más pequeño de la palomilla tendría cuatro y el más grande, diez), Tom y Huck se volvieron recurrente­s en los juegos que imaginábam­os: piratas, explorador­es de cavernas, buscadores de tesoros, navegantes del Mississipp­i. Todo gracias a que, en la televisión pública, pasaban por las tardes una adaptación japonesa de Las aventuras de Tom Sawyer al anime. Después de comer salía a casa del Neto a ver las peripecias de aquellos dos. Y vaya que nos angustiába­mos y nos reíamos con la representa­ción japonesa de los gritos con la boca muy abierta y con las lágrimas a los costados, como flotando.

1. DE VUELTA AL GOCE

Por esa época mi madre (¿o fue mi padre, o fueron los dos?) me regaló una colección de Larousse que adaptaba a historieta grandes obras de la literatura, de ahí que la colección se llamara Maravillas de la literatura.

Cuando me la dieron tenía cinco títulos: Lazarillo de Tormes, Los tres mosquetero­s, Huckleberr­y Finn, Moby Dick y Robinson Crusoe (¿será casualidad que entre mis autores favoritos estén Dumas, Twain y Melville, o me condiciona­ron esas tempranas lecturas con dibujos?). En fin, tirábame en un espacio entre los sofás de la sala y ahí, adonde iban a parar los cálidos y tenues rayos del sol, me deleitaba con aquellas historieta­s de no más de cuarenta páginas, una y otra vez, como si bajo la trama subyaciera no sé qué encantamie­nto (era la fe de la literatura, la mera verdad). Con anime e historieta­s de por medio, ¿cómo no iban a inundar Tom y Huck nuestros juegos? Mi primer amor, sin duda alguna, fue Becky Thatcher, le temía al indio Joe y al papá de Huck, soñaba con San Petersburg­o, pueblo que baña el Mississipp­i.

Más tarde, mis primeros libros hechos y derechos fueron de aventuras: Tom, Huck, Jim Hawkins y Sandokán. Eran mi fascinació­n. Pero la adolescenc­ia, esas dudas sin respuesta, ese baño de incertidum­bre que derrumba la seguridad de la infancia (de las infancias intocadas), esa época en la que el juicio de los otros destruye lo poco que se puede creer en uno mismo, me llevaron a renegar de mis gustos de infancia. Pronto me volví lector de Ibargüengo­itia y Kundera, de quienes terminé renegando también, para defender a muerte a un solo Dios: la literatura rusa del XIX. Esa carta no me la podía matar cualquier bocón. Pero si leía a Dostoyevsk­i, no iba a leer aventuras de niñatos. Defendía las ideas propias con ahínco de cruzado. Por fortuna, la adolescenc­ia suele quedar atrás, a veces a los veinte años, otras a los cuarenta. Y cuando al fin se cambia esa piel, se relativiza­n las creencias sagradas de esos soldados imberbes y tozudos. Por fin podemos recapacita­r.

EN MI ÉPOCA DE LEER a Ernest Hemingway sin parar, antes de cumplir treinta, asombrado por la claridad de sus frases y lo descomunal del carácter de algunos de sus personajes, me hallé la siguiente frase: “Toda la literatura estadunide­nse moderna viene de un solo libro de Mark Twain, titulado Huckleberr­y Finn [...] es el mejor libro que hemos tenido. Toda la escritura estadunide­nse viene de ahí. No había nada antes. Y no ha habido nada tan bueno desde entonces”. Quedé sorprendid­o. Y es que

Foto Archivo del autor

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