La Razón de México

FAVOR DE DESALOJAR EL TREN

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ambulantes, y sé que no volveré a escuchar el pitido de la puerta en cada una de las estaciones. Te sientas al lado de mí, como si nada. Yo miro hacia la ventana y a través de ella te veo mirándome, divertida, como si todo esto fuera un juego. ¿Cómo está Lucky?, te pregunto. Lagunilla, Tepito, Morelos, San Lázaro, Flores Magón, Romero Rubio. Las estaciones pasan, mientras seguimos hablando de tu perrito, tus hermanas, tus amigos, la vida que ha pasado, sin mí en ella.

A veces pienso que durante estos tres meses me quedé esperándot­e en el andén de nuestra propia estación, como esperaba cada vez que quedábamos de vernos en “mi lado” de la línea Tardaste 20 minutos en nuestra primera cita. El tiempo de espera hablaba del estado de nuestra relación. Cuando las cosas fueron empeorando, llegué a quedarme ahí hasta hora y media; de pie, en el andén, mientras tú me decías que ya estabas en camino, que sólo unos minutos más. Cuando acordamos despedirno­s, estuviste aquí a tiempo. Pienso en que no tenías tantas ganas de llegar, como sí ganas de irte. El tiempo siempre nos jugó en contra.

Tu voz es la misma, y tu risa y mi risa se unen como si fueran una sola. Tengo ganas de recargar mi cabeza en tu hombro y hacer de cuenta que venimos de regreso de algún bazar, como antes, con las bolsas entre las manos, planeando citas para estrenar la ropa que acabamos de comprar. Quisiera pretender que estos tres meses no han sido reales. Cuando estoy a punto de romper la distancia entre nosotras, empiezas a hablar sobre otra persona. Veo tus ojos agrandarse mientras dices su nombre. Dices que eres feliz, hablas de la plantita que adoptaron juntas. Y yo sólo quiero pedirte que pares, mientras tú hablas de las similitude­s entre un amor joven y una planta. No puedo evitar que las lágrimas me empiecen a resbalar por las mejillas. Volteas a verme y guardas silencio. Tu dedo recorre el camino de una de mis lágrimas, apenas rozándome. Una vez me mandaste una imagen que decía:

Nos recuerdo en los últimos instantes, cuando sabíamos que ya no había nada más por hacer. Decidimos sentarnos frente a frente y nos dijimos todas las cosas que le agradecíam­os a la otra. En cuestión de minutos, estábamos ahogadas en llanto. Nos abrazamos y me dijiste al oído: eres signo de agua, ¿verdad?, yo comencé a reír mientras asentía, y me dijiste que tú también lo eras. Eso explica cosas, contesté. Reíamos y llorábamos. Ese día no nos soltamos, aunque quizá debimos hacerlo. Deseé muchas veces que ese fuera el último recuerdo que guardo de ti.

Las yemas de tus dedos han llegado al borde de mis labios y siento el sabor de la sal en mi boca. Me acaricias la mejilla con el reverso de la mano. Perdón, sabes que siempre he sido muy llorona, te susurro. Yo sé, no es tu culpa quererme tanto, me dices, mientras rozas con tus labios la comisura de los míos.

se ha vuelto recurrente, en el que estamos sentadas en el Parque Pushkin, escuchando música, cada una con un audífono, y te enseño canción. Tú me preguntas si yo soy el sauce o la nube, y nos miramos sonriendo porque sabemos la respuesta. Entre más se va acercando tu rostro al mío, más cerca sé que estoy de despertar. En mis sueños, no he podido besarte de nuevo.

La señora que iba sentada en el lugar solitario a nuestro lado se ha puesto de pie y nos observa, desde la otra esquina, con asco. ¿Qué nos pasó?, te pregunto, intentando disimular que mi voz se está rompiendo. Me sonríes con los labios, pero tu mirada es triste. Nunca me contestast­e el último mensaje, dices, siempre pensé que había

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