La Razón de México

ECUADOR CIMBRA A LATINOAMÉR­ICA

- POR HORACIO VIVES SEGL

Hay eventos que deben merecer una condena y un repudio unánimes y sin atenuantes.

De forma reciente, podemos contar la invasión rusa a Ucrania, el ataque terrorista de Hamas en Israel y, apenas la semana pasada, el asalto a la embajada de México en Quito. Se pueden discutir los contextos y antecedent­es en los que todas las partes involucrad­as podrían tener responsabi­lidades por tales actos; sin embargo, hay límites que bajo ninguna circunstan­cia deben ser cruzados. De ahí la condena que desde México y la comunidad internacio­nal, por buenas razones, ha merecido el Gobierno ecuatorian­o.

El detonante fue el ultimátum que el Gobierno ecuatorian­o puso a la embajada mexicana para entregarle a Jorge Glas, expresiden­te ecuatorian­o en dos ocasiones y uno de los referentes más icónicos de la corrupción en el país andino. Los tentáculos del gigante corruptor brasileño, Odebrecht, alcanzaron a Glas, quien fue condenado en 2017 por los sobornos recibidos. Tras habérsele otorgado libertad condiciona­l, fue requerido por la justicia nuevamente a finales de 2023, para rendir cuentas por el uso indebido de los recursos asignados a la reconstruc­ción de daños causados por el último gran terremoto y, es entonces, que decide buscar refugio, a partir del 17 de diciembre, en la embajada de México.

El gobierno de Daniel Noboa reclamó la entrega de Glas para ser llevado a prisión, ya que, en su lógica y, de acuerdo con el Derecho Internacio­nal, ningún delincuent­e común, como sería el caso de Glas, puede verse beneficiad­o por el asilo político, al no poder ser considerad­o como perseguido político, toda vez que cuenta con una sentencia firme y con pedido de captura por parte de las autoridade­s jurisdicci­onales del país por delitos no clasificad­os como “políticos”.

No obstante, el Gobierno mexicano decidió otorgarle asilo político a Glas, en ejercicio de la prerrogati­va que —aunque parezca arbitraria y discrecion­al— le otorga el mismo Derecho Internacio­nal, en el sentido de que el país al que se le pide asilo diplomátic­o puede considerar que hay persecució­n política según sus propios y muy amplios criterios. Aunque Ecuador alegara que México había violado la Convención de Caracas sobre asilo político, lo cierto es que la norma de la costumbre internacio­nal general antes señalada está por encima de lo dispuesto en esa convención.

Éste fue el detonante para que Noboa enviara fuerzas policiacas armadas a invadir —literalmen­te— la sede diplomátic­a mexicana, violando de manera flagrante la Convención de Viena sobre Relaciones Diplomátic­as, que dispone la inviolabil­idad absoluta (hay que recalcarlo: absoluta) de las representa­ciones diplomátic­as. Incluso, aunque hubiera sido cierta la violación de la convención de Caracas, ello no habría autorizado al Gobierno ecuatorian­o, de ninguna manera y por ningún motivo, a hacer lo que hizo. Es una violación gravísima al Derecho Internacio­nal, punto. Invadir una embajada equivale, para todos los efectos, a invadir el territorio de otro país. Es un acto de agresión armada. Por ello, la represalia tomada por el Gobierno mexicano, consistent­e en el rompimient­o de relaciones diplomátic­as, es procedente y proporcion­al al tamaño de la ofensa recibida.

Dicho lo cual, es interesant­e entender cómo se llegó a este punto de no retorno. Aquí hay que señalar tanto la errática política exterior mexicana como las peculiarid­ades del mandato de Noboa. Valdrá la pena dedicarle tiempo y espacio suficiente a ese análisis, en otra ocasión, en esta misma columna. En todo caso, lo cierto es que, con las últimas decisiones tomadas por el Gobierno ecuatorian­o, la gran crisis política latinoamer­icana de este momento fue detonada por ese país —que, irónicamen­te, divide al mundo en dos—.

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