LA LECTURA, EL ALEPH
que distingue o construye sus afinidades a través de la búsqueda y los vasos comunicantes. Hay demasiados libros —ya lo dijo Zaid— y resulta ilusorio —por no decir fatuo— afirmar, con Mallarmé, que alguien ha leído “todos los libros”. No hace falta. En literatura, el paraíso de un lector es un puñado si no una lista de autores y libros que nos llevan de uno a otro —sin descontar las incidencias del azar— y conforman una especie de identidad o destino que no es inmóvil y por definición jamás admite restricciones: un territorio de libertad sin límites que se enriquece en la medida de la curiosidad y del placer individual.
La adolescencia y juventud más o menos solitaria de los años setenta en la Ciudad de México no padecía la esclavitud del entretenimiento a la usanza de este principio de milenio, los videojuegos y los iPods —entre otros instrumentos—, y en esa relativa soledad la promesa de la lectura incitaba la travesía rumbo a la indagación más atractiva o misteriosa: libros como ventanas múltiples al mundo, la aparición de lo insospechado, las transfiguraciones del lenguaje. En el periodo singular de la segunda mitad del siglo Ciudad de México, el viaje comenzaba con las lecturas de Salgari o Julio Verne, quienes solían abrir la puerta en ese entonces; luego vino la certidumbre de que los libros no sólo están allá, en mundos al parecer exóticos, ajenos y lejanos, sino en lugares más tangibles y reconocibles.
A causa de los años, aquel viaje de iniciación derivó hacia las novedades —recicladas en parte— del y sus alrededores; recuerdo, para mencionar algunos casos, el descubrimiento de Juan Rulfo, García Márquez y Vargas Llosa, luego Julio Cortázar (la Maga, Oliveira y como parteaguas decisivo de aquella y otras generaciones), Lezama Lima en prosa y verso —sin fronteras— y por si fuera poco, Borges. Para un joven alrededor de los veinte años, la lectura en silencio —así como en voz alta y compartida— de la poesía de López Velarde, Gorostiza, Villaurrutia, Pellicer, Paz, Sabines, José Carlos Becerra y José Emilio Pacheco, por ejemplo, sería una especie de talismán.
El paisaje se hizo expansivo en el espacio y en el tiempo. Los clásicos modernos y los clásicos eternos: su idioma, sus lenguajes. Bajo el influjo finisecular de Roland Barthes se perfiló un deseo —la lectura— saciado como un itinerario errático, por lo tanto azaroso, irregular en los tiempos, las tendencias y los géneros —la poesía, la narrativa, el ensayo—, capaz de alternar desde el buró siglos y aun milenios de un volumen a otro con el goce puro de su devenir, sus desafíos, la iconoclastia, rebeldía, sabiduría; el filo crítico de su discurso y el placer desatado de su imaginación; un hábito de la lectura —de regreso a Barthes— como el dominio inalienable del aficionado, el que pasea por y con los libros a su antojo, sin mayores obligaciones ni responsabilidades que las de su preferencia, jamás un profesional, mucho menos un académico. En vez de la voluntad de sistematizar la dicha