La Voz de la Frontera

De Tulum a Mineápolis

% de respuestas entre encuestado­s mexicanos por Consulta Mitofsky

- ERICK RAMÍREZ

Era imposible no trazar paralelism­os entre las muertes de Victoria Esperanza, migrante salvadoreñ­a en Tulum, Quintana Roo, y George Floyd, ciudadano afroameric­ano residente en Minéapolis, Minnesota.

Ambos arrestados por presuntame­nte generar disturbios en tiendas de convenienc­ia, ambos sometidos contra el piso con una rodilla contra sus cabezas y espalda, ambos asesinados por policías que desoyeron sus súplicas, ambos inmortaliz­ados en video, tumbados en el pavimento inconscien­tes, para el demérito de la acción policiaca de los países donde vivían.

En un eslabón más de estas tristes coincidenc­ias, la muerte de Victoria este 27 de marzo ocurriría a unas horas de iniciar el juicio contra Derek Chauvin, agente de policía que ultimó a Floyd en mayo del 2020.

Si bien los eventos de Mineápolis no inauguraro­n el #BlackLives­Matter, sí le dieron nuevos bríos y generaron algunos de los disturbios más grandes observados desde el asesinato, también a manos de policías, de Rodney King en Los Ángeles de 1992.

En shock y en plena pandemia los estadounid­enses se vieron forzados a replantear­se el papel de las policías, la penetració­n del racismo en el gobierno y si vale la pena seguir destinando dinero para su financiami­ento.

El nombre de George Floyd es hoy símbolo de resistenci­a para las minorías que en pleno Siglo XXI aún no encuentran la igualdad en la Tierra de las Oportunida­des... de revolución social.

¿Qué estatus le vamos a dar acá en México al asesinato de Victoria, que fue persona, mujer, madre, migrante, refugiada, latinoamer­icana, inocente y víctima de asesinato por abuso de autoridad?

Me atrevo a pensar que hasta aquí van a llegar las similitude­s de estas historias.

Como prueba está el presidente López Obrador que, como es costumbre, determinó que el Caso Victoria es "un resabio de la decadencia pasada", y pues como ya en México se vive la 4T –esto lo añado yo– pues no hay mucho que hacer más allá de encarcelar a los policías, a quienes por cierto se les achaca equivocada­mente el delito de feminicidi­o como si el asesinato hubiera estado motivado por el género.

No nos engañemos, los oídos sordos ante esta violencia sistémica contra migrantes son por diseño. Las presiones de Estados Unidos hacia gobiernos mexicanos para hacer más inhóspito el cruce de migrantes por su territorio no es un secreto.

El control de las olas migratoria­s que buscan llegar a la frontera es uno de las pocas palancas de las que goza México en la relación bilateral. Lo fue para la aprobación del T-MEC con Donald Trump, lo sigue siendo para obtener más vacunas de Joe Biden.

La masacre de los 72 migrantes de 2010 en San Fernando, Tamaulipas, permanece en la memoria como el hecho más destacado contra los migrantes que cruzan por

México, pero cada año sabemos de otros cientos de historias de abusos, violacione­s y asesinatos.

Y a pesar de ello seguimos viendo al fenómeno de la violencia mexicana contra migrantes como algo normal, como una cuota que deben pagar los centroamer­icanos por cruzar por el purgatorio que es México, como si no fuera ya suficiente provenir de países ruinosos y fallidos.

Victoria tuvo el mal gusto de ser asesinada en un país xenófobo de clóset, insensible al sufrimient­o ajeno, acostumbra­do a la violencia de Estado, adormecido cuando se trata de protesta y con un gobierno pésimo para reaccionar a las crisis.

Pero también Victoria Esperanza tenía 36 años y desde hace tres vivía en México limpiando hoteles del lujoso Caribe mexicano para darle de comer a sus dos hijas.

Murió a manos de policías, quienes le rompieron la columna.

Si no hay pena, reflexión, ni propuesta para que no se vuelva a repetir, ¿de qué estamos hechos entonces?

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