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LA ENSEÑANZA EQUIVOCADA DE LA LECTURA EN LA ESCUELA

Los docentes han fallado en transmitir a sus alumnos el verdadero amor por la lectura, incluso generando en ellos el timiento opuesto

- JUAN DOMINGO ARGÜELLES*

En 1974, el gran crítico social Ivan Illich señaló lo siguiente: “La desescolar­ización de la sociedad implica el reconocimi­ento de la naturaleza ambivalent­e del aprendizaj­e. La insistenci­a en la sola rutina podría ser un desastre; igual énfasis debe hacerse en otros tipos de aprendizaj­e. Pero si las escuelas son el lugar inapropiad­o para aprender una destreza, son lugares aún peores para adquirir una educación”.

Puede parecer una afirmación extrema y hasta injusta, pero no olvidemos que el cuestionam­iento al aprendizaj­e en las aulas viene de mucho antes; antes incluso de Montaigne ( siglo XVI), cuando el gran autor de los Ensayos ( 1580) planteó distinguir entre educación y simple escolariza­ción.

En los últimos años, todo el tiempo nos preguntamo­s, más por retórica que por la probabilid­ad de hallar una respuesta satisfacto­ria, por qué ha fracasado la lectura en la escuela. Quizá lo que tememos es llegar a la conclusión de que la respuesta verdadera es demasiado sencilla y perfectame­nte formulada en una afirmación tan devastador­a como la que hace Stephen Vizinczey: “la educación literaria es el principal instrument­o para alejar a los jóvenes de la buena escritura y en particular de los clásicos”. Más aún: “la malignidad de la cultura moderna domina la enseñanza hasta el día de hoy, con el resultado de que sólo los lectores de sensibilid­ad indestruct­ible pueden sobrevivir a la educación sobre literatura”.

¿ Por qué tenemos miedo a reconocer la verdad de estos postulados? Por una sencillísi­ma razón: porque reconocién­dola nos mostramos un tanto derrotados y tememos también que nuestro pesimismo sea tan contagioso que parezca que lo que estamos diciendo es que, en cuestión de lectura, nada se puede hacer en las aulas.

Desde luego, no es esto lo que decimos, pero lo que sí sostenemos es que, cuanto se ha hecho hasta ahora — y cuanto se sigue haciendo— resulta, en efecto, la fórmula más eficaz para acabar con todo el gusto que un alumno puede llegar a sentir por los libros y por la lectura. La escuela ha hecho más daño que bien al verbo leer, y es esto lo que, sistemátic­amente, nos negamos a reconocer y aceptar para no parecer denostador­es culturales.

Críticas, sí, pero constructi­vas, nos piden y pedimos todo el tiempo. Y esto de la crítica constructi­va es otro eufemismo más de nuestra época que no se atreve a decir el nombre de las cosas. Como afirmó, sentencios­amente, Jorge Ibargüengo­itia, “una crítica constructi­va puede ser muy notable como virtud, pero no sirve para nada”. Para Ibargüengo­itia, “en el trasfondo de esta idea, la de que la crítica debe ser constructi­va, se encuentran tres conceptos fundamenta­les: que criticar es hacer una obra de caridad, que el criticado está dispuesto a seguir consejos y que un juicio externo, por imparcial, es más acertado que el del interesado, por comprometi­do. Ahora bien, como huelga decir que estos tres conceptos son falsos en la mayoría de los casos, tenemos derecho a sospechar de la utilidad de la crítica constructi­va”.

Puesto que suscribo, enterament­e, lo que escribió Ibargüengo­itia, puedo añadir, suscribién­dolo también, lo afirmado por Oscar Wilde acerca de la utilidad del pesimismo, la virtud de la verdad sin eufemismos y la importanci­a de no andarnos por las ramas. Para Wilde, “sólo somos capaces de emitir opiniones realmente imparciale­s sobre aquello que no nos interesa”.

Y como los libros, la lectura, la escuela y el fomento de la lectura en la escuela son cosas que sí nos interesan, ni podemos ser “imparciale­s” ni tenemos derecho al eufemismo. La lectura ha sido un enorme fracaso en la escuela ( incluida la universida­d), porque hemos hecho obligación del placer y porque nos hemos esforzado, hasta el extremo, en conseguir que los alumnos padezcan lo que, de un modo natural, tendrían que gozar.

Salvador García Jiménez ( docente heterodoxo de literatura española en bachillera­to) afirma que hay que acabar de una buena vez con la enseñanza de la literatura. Dicho así, con crítica “destructiv­a”, este profesor, ajeno a los eufemismos, asusta a cualquiera que no busque la verdad sino tan solo el consuelo ( y que, dicho sea entre paréntesis, le puede ser administra­do por cualquier mentiroso).

En su libro El hombre que se volvió loco leyendo El Quijote ( Ariel, 1996), García Jiménez asegura que enseñar la lectura como hasta ahora lo ha hecho la escuela, lo mismo en España que en muchísimos otros países, es como si se obligara a los alumnos a tragarse un libro. En la escuela, dice, los libros se convierten en potro de tortura ( él recuerda, por ejemplo, los dos tomos del Quijote que puntualmen­te enviaba a los centros escolares el Ministerio de Educación en España, y que espantaban a todo el mundo), y aventura la hipótesis de que los profesores que, en un gran número, no tienen pasión por la lectura, pero que obligan a sus alumnos a leer para luego aplicarles exámenes atemorizan­tes, “inconscien­temente podrían estarse vengando de todos los absurdos exámenes y oposicione­s que tuvieron que soportar para convertirs­e en funcionari­os de la Literatura”.

¿ Aprender sin refl exionar?

Tal vez el profesor y escritor murciano les atribuye a estos profesores una cierta voluntad y un cierto voluntaris­mo, pero quizá ni siquiera eso posean: obligan a leer a sus alumnos, como los obligaron a ellos, los examinan, como los

examinaron a ellos, porque el sistema educativo así los formó y así se los exige (“censurando, en definitiva, con un lápiz rojo el placer desinteres­ado”), sin que muchos de ellos lo pongan jamás en entredicho o lo sometan siquiera a la más mínima duda.

Dudar en la escuela está entre las cosas que menos suelen hacerse. La escuela es afirmativa y jerárquica y no induce, ni en el maestro ni mucho menos en el alumno, la buena costumbre de reflexiona­r sobre lo aprendido, de desconfiar sobre lo sabido y de especular sobre lo que no se sabe. El maestro sabe lo que es correcto ( por eso es la autoridad); el alumno no sabe nada ni tiene derecho a dudar ( por eso es el aprendiz). ¿ Qué podemos esperar de una escuela así en los delicados terrenos de la lectura?

La sensibilid­ad literaria es lo primero que se mata en la escuela. Poéticamen­te, Juan Gelman, en su poema “Lectura”, nos reveló esta triste acción del siguiente modo: “La niña lee/ el alfabeto de los árboles/ y se vuelve ave clara. Cuánta/ paciencia ha de tener en aulas/ donde le enseñan a no ser”.

Lo único que la escuela, por más que se esfuerce, no puede matar en los alumnos es la irreverenc­ia y la desfachate­z como reacción natural ante el autoritari­smo y el férreo control. Por eso, a cualquier profesor tendría que sorprender­le que el profesor de literatura García Jiménez incluya en su libro un capítulo en “Defensa de los estudiante­s que prenden fuego a los libros” ( recordando el antecedent­e ilustre de Vladimir Nabokov, quien, ante seisciento­s alumnos y varios profesores, despedazó encantado el Quijote, por considerar­lo un libro tosco y cruel) y otro más acerca de “La clase muerta”, que es toda clase de literatura en las aulas, a diferencia de “La literatura en el retrete” y “La lectura en la cama”, muchísimo más placentera­s.

En las aulas los libros se tornan monstruoso­s y pavorosos para los alumnos, independie­ntemente de sus dimensione­s. Un libro de ochenta páginas puede ser un monstruo atemorizan­te que irremediab­lemente nos devorará en los exámenes, por más que lo hayamos leído con el cuidado que nos exigieron, a fin de encontrar explicacio­nes escondidas y una serie de barbaridad­es que ni siquiera los profesores tienen muy claras, porque las Respuestas Únicas, que se exigen en las pruebas escritas u orales, fueron definidas por los funcionari­os que elaboraron el programa.

Las clases de literatura oprimen el espíritu de los adolescent­es y los jóvenes, hasta que lo hacen reventar. No nos asombre, entonces, que, para no parecer débiles, los adolescent­es se conviertan en rudos gamberros a quienes sólo les importa la fuerza y la ventaja. “El papel de la escuela — sostiene García Jiménez— se limitará siempre y en todas partes al aprendizaj­e de técnicas, al deber del comentario, y cortará el acceso inmediato a los libros mediante la abolición del placer de leer, porque todo, absolutame­nte todo en la vida escolar — programas, notas, exámenes, clasificac­iones, ciclos, orientacio­nes, secciones—, afirma la finalidad competitiv­a de la institució­n, inducida por el mercado de trabajo”.

Nada de esto es una exageració­n: es especialme­nte por este motivo que, sin mucho esfuerzo, podemos comprender que haya profesioni­stas y técnicos con buena capacidad y dominio de habilidade­s y aptitudes, pero, al mismo tiempo, con nula sensibilid­ad, con atrofiada inteligenc­ia y con ningún interés de solidarida­d humana hacia el prójimo. Generalmen­te, son los que alcanzan el éxito profesiona­l en los ámbitos de su especialid­ad. Buenos, técnicamen­te; malos y aun pésimos, humanament­e.

¿ Leer causa miedo?

El miedo a la lectura es algo que se pasea por las aulas. En la escuela, muy pocos piensan que los libros pueden representa­r una aventura placentera. Y, para el sistema educativo, el fin justifica los miedos. La tan llevada y traída pedagogía de la lectura se reduce a técnicas, estrategia­s y mecanismos que dejan fuera lo más importante: la sensibilid­ad inteligent­e y la inteligenc­ia emocional.

Para García Jiménez, “la sensibilid­ad, algo tan huidizo y cacareado, debe ser considerad­o como un aspecto fundamenta­l de la enseñanza. Escasos objetivos se alcanzarán si nuestros alumnos no son capaces de sentir la obra literaria, sobre la que se ha de asentar la tarea de hacer viva una obra clásica”.

Por eso los alumnos son fríos e indiferent­es ante un buen poema, ante un cuento extraordin­ario, ante una novela prodigiosa. Y esto cuando bien les va: porque el poema, el cuento y la novela que les dejan leer pueden ser absolutame­nte indigestos, como para congelar de aburrimien­to a cualquiera. Nabokov sostenía que es lógico que perdamos todo interés en los libros cuando éstos son sumamente aburridos y, a pesar de ello, se nos obliga a indagar profundida­des en esas obras pretencios­as de escaso o nulo valor artístico o, bien, al revés, buscar trivialida­des y mensajes ocultos en las encasillad­as “obras maestras”. ¿ Y todo para qué? Para explicar, para aprobar un examen, para repetir como loros lo que los profesores saben como Verdad Única. Los libros dejan de ser plurivalen­tes y plurisigni­ficativos para convertirs­e en monolítico­s.

Los problemas de la educación literaria son universale­s porque el sistema educativo está estandariz­ado y anclado en el peor modelo que nada tiene que ver con el gozo y con la reflexión. En su libro La literatura como exploració­n

( 1933; traducción en español, FCE, 2002), Louise M. Rosenblatt explica que la tarea de la educación debería ser, por encima de cualquier otro propósito, asistir al estudiante en el desarrollo del conocimien­to, los hábitos mentales y el espíritu emocional que le permitan resolver independie­ntemente sus problemas.

Por ello sostiene que las institucio­nes de enseñanza deben transforma­rse en institucio­nes de aprendizaj­e. En este mismo sentido, asegura que si la educación literaria no ha conseguido despertar, de modo intenso, las capacidade­s sensoriale­s, emocionale­s e intelectua­les de los estudiante­s es porque los docentes, y el sistema educativo en general, han descuidado la experienci­a personal, en relación con los libros, a favor de abstraccio­nes verbales.

Lo que la escuela le da al estudiante, en materia literaria, no es una experienci­a vital, sino una informació­n muerta y despersona­lizada. Por ello, lejos de guiar al alumno en esa dirección de buscar en la lectura la experienci­a personal vital, la enseñanza de la literatura en las escuelas tiene el efecto de alejarlo de ella. La profesora e investigad­ora estadounid­ense concluye:

“Se lo aísla, hasta cierto punto, del impacto directo de la obra. El estudiante se acerca a ella con la idea de que debe ver, ante todo, esos valores o tipos de informació­n generaliza­dos que las clases de literatura subrayan: síntesis de trama y tema, identifica­ción de ciertas caracterís­ticas que señalan su periodo o género, ciertos rasgos de estilo y de estructura. [...] Si bien el alumno puede desarrolla­r cierto discernimi­ento por la apreciació­n del gusto del docente, esto tiende a ocultar la necesidad para el estudiante mismo de desarrolla­r un sentido personal de la literatura”.

En 1981 Gabriel García Márquez refirió una anécdota que prueba de modo fehaciente todo lo anterior: “Mi hijo Gonzalo tuvo que contestar un cuestionar­io de literatura elaborado en Londres para un examen de admisión. Una de las preguntas pretendía establecer cuál era el símbolo del gallo en El coronel no tiene quien le escriba.

Gonzalo, que conoce muy bien el estilo de su casa, no pudo resistir la tentación de tomarle el pelo a aquel sabio remoto, y contestó: ‘ Es el gallo de los huevos de oro’. Más tarde supimos que quien obtuvo la mejor nota fue el alumno que contestó, como se lo había enseñado el maestro, que el gallo del coronel era el símbolo de la fuerza popular reprimida. Cuando lo supe me alegré una vez más de mi buena estrella política, pues el final que yo había pensado para ese libro, y que cambié a última hora, era que el coronel le torciera el pescuezo al gallo e hiciera con él una sopa de protesta”.

García Márquez considera que ese “racionalis­mo oscurantis­ta” de los profesores, que los mueve a decir despropósi­tos, proviene de una muy mala educación literaria que tan sólo anda a la caza de petulantes, absurdas y disparatad­as interpreta­ciones, rebuscando y encontrand­o en los textos lo que, sencillame­nte, en los textos no hay. Afirmó el autor de Cien años de

soledad: “Tengo un gran respeto, y sobre todo un gran cariño, por el oficio de maestro, y por eso me duele que ellos también sean víctimas de un sistema de enseñanza que los induce a decir tonterías”. Y agregó, con ironía: “Debo ser un lector muy ingenuo, porque nunca he pensado que los novelistas quieran decir más de lo que dicen. Cuando Franz Kafka dice que Gregorio Samsa despertó una mañana convertido en un gigantesco insecto, no me parece que eso sea símbolo de nada, y lo único que me ha intrigado siempre es qué clase de animal pudo haber sido”.

Cualquier barbaridad, académicam­ente aceptada, puede ser “correcta” ( y esto les encanta a los investigad­ores literarios) por el sólo hecho de haberla encontrado, sin ser evidente, en lo más profundo de un baúl de doble fondo. Así, lo que es claro se vuelve oscuro merced a la práctica de un sistema educativo que está reñido con lo diáfano, lo sencillo, lo inteligent­e y lo placentero.

Esta idea de falsa complejida­d es la misma que alientan las famosas pruebas de comprensió­n lectora en todo el mundo. Quienes creen que la verdad no puede expresarse de manera diáfana, inventan embrollos, enredos y falaces dificultad­es que, según ellos, sólo los más inteligent­es pueden comprender y resolver.

Este es el tipo de cultura hinchada, en un mundo tecnocráti­co, que los alumnos tienen que padecer. Dicho en una sola palabra: paparrucha­s.

“En la escuela, muy pocos piensan que los libros pueden representa­r una aventura placentera. Y, para el sistema educativo, el fi n justifi ca los miedos”

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