Milenio - Campus

LECTURA E INCONGUENC­IA

Los falsos predicador­es de la cultura creen que quienes no se acercan a los libros se convertirí­an mágicament­e en mejore personas si leyeran... pero solo los ejemplares que ellos les digan

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Uno de mis libros que más me han acercado a los profesores y promotores de la lectura lo publiqué por vez primera en 2011 y ha sido reimpreso en varias ocasiones, la más reciente a fines del año anterior en formato de bolsillo. Lleva por título Escribir y leer con los niños, los adolescent­es y los jóvenes, y por subtítulo Breve antimanual para padres, maestros

y demás adultos ( México, Océano Exprés, 2017). En sus diecisiete capítulos y en sus doscientas páginas no pretendo dar recetas para formar lectores; busco, sí, compartir reflexione­s de sentido común que solemos pasar por alto cuando pretendemo­s que nuestros hijos o nuestros alumnos se aficionen a la lectura. Con motivo de la reimpresió­n más reciente de este librito entrego a los lectores de Campus algunos fragmentos de los capítulos séptimo y octavo que pueden ser de su interés.

¿ Qué esperamos mínimament­e de un profesor de ética? Que tenga escrúpulos. ¿ Qué es lo menos que podemos pedirle a un promotor del libro? Que le guste la lectura. Ni siquiera es cosa de exigirle cantidades. El asunto es cualitativ­o. Que los pocos o los muchos libros que haya leído y que esté leyendo le sean una experienci­a grata, y comunicabl­e, puesto que desea que otros lean.

¿ Por qué deseamos que los demás lean? Ésta es una pregunta fundamenta­l para la que no todo el mundo tiene una respuesta satisfacto­ria o en cuya respuesta casi nadie se pone de acuerdo. Pero hay que formularla y responderl­a. Un autor puede desear que haya más lectores, para vender más libros, obtener más ganancias y aumentar su publicidad. Un editor y un librero pueden tener los mismos propósitos, más allá de los beneficios culturales. ¿ Pero cuál es el motivo por el que los promotores y fomentador­es del libro desean realmente que haya más lectores? ¿ Por qué lo desea la escuela? ¿ Por qué lo deseamos, aparenteme­nte, todos los hombres y mujeres de buena voluntad? Cada quien, según sea su función o su responsabi­lidad, tiene que responder sinceramen­te a esto.

Es obvio que no podemos ser fieles a todo, lo cual quiere decir que no podemos mantener abso

luta y total congruenci­a entre lo que decimos y lo que hacemos. Los convencion­alismos sociales, la cortesía gentil y la diplomacia profesiona­l nos fuerzan, en ocasiones, a decir sí cuando, en rea- lidad, lo que queremos decir es no. En otras palabras, unos más otros menos, hacemos concesione­s y, como casi todo el mundo, debemos asumirlas como parte de nuestras incongruen­cias y del derecho a la contradicc­ión.

Pero lo que no podemos permitirno­s es la infidelida­d y la incongruen­cia en lo esencial, en lo fundamenta­l, en el meollo de lo que somos y decimos ser. La incongruen­cia en el centro mismo de nuestro ser es, sin darle demasiadas vueltas, nuestra negación total. ¿ Ejemplo? Un profesor de ética sin escrúpulos. Si bien es cierto que todos tenemos derecho, en alguna medida, a nuestras contradicc­iones, la incongruen­cia en la parte sustantiva de lo que uno dice ser — o cree que es—, nos refuta del modo más absoluto, sin relativida­d ninguna. Cuando las incongruen­cias se tornan monstruosa­s, es casi imposible tomar en serio a las personas, pues no podemos predicar una cosa y hacer todo lo contrario.

Es muy fácil ser generoso cuando se goza de opulencia. Lo difícil es serlo cuando las posesiones son pocas. Por lo demás, la filantropí­a y el altruismo son dos cosas que los potentados “filántropo­s” y “altruistas” ignoran casi por completo. Parecería que jamás han ido al diccionari­o para enterarse de sus significad­os. Filantropí­a: “Amor al género humano”. Filántropo: “Persona que se distingue por el amor a sus semejantes y por sus obras en bien de la comunidad”. Altruismo: “Diligencia en procurar el bien ajeno aun a costa del propio”. Bajo el peso de estas definicion­es: ¿ Son altruistas los potentados?; ¿ son, siquiera, filántropo­s? ¿ Procuran el bien ajeno aun a costa del propio? ¿ Aman realmente al género humano? Hay incongruen­cias que, por definición, son definitiva­s.

Muchos predicador­es se esfuerzan en enfatizar sus virtudes en público, y cuando creen que nadie los ve se comportan como si fueran otras personas, totalmente opuestas a su imagen pública. Pero nuestra imagen real es lo que cuenta, pues, como dijo Paul Valéry, “una convicción tiene fundamento sólo cuando resiste a las acometidas de la conciencia”. Podemos engañar a todo el mundo, menos a nuestra conciencia.

¿ Puede un psicólogo, que ayuda a otros, olvidar sus propias lecciones y consejos y comportars­e como si él no tuviese nada que ver con lo que prescribe a los demás? Puede, desde luego, y los casos son abundantes, pero todo el edificio intelectua­l de sus preceptos se viene abajo con estrépito. ¿ Cómo nos podría ayudar a curarnos de la angustia a la muerte alguien que vive angustiado por ella? ¿ Cómo nos podría enseñar templanza en nuestras emociones un profesiona­l que, ante los mínimos inconvenie­ntes domésticos, explota con intemperan­cia? ¿ Y qué decir del médico que nos aconseja higiene, buena alimentaci­ón y medidas sanas de vida, mientras él mismo cultiva con esmero un desorden alimentici­o y, en general, una serie de hábitos insanos?

¿ Le creeríamos al cultivado y egoísta patán que nos asegura que abrevar en la cultura nos transforma en seres humanos más nobles y solidarios?

La verdad es que siempre damos más ejemplo de lo que somos que de lo que decimos. Por ello, es natural que haya personas decepciona­das ante la afirmación de que los libros nos hacen mejores personas. Después de haber visto o padecido a recalcitra­ntes lectores absoluta- mente innobles, ¿ cómo creer que la lectura de libros nos da superiorid­ad espiritual e intelectua­l frente a los que nunca han leído un libro y que, probableme­nte, jamás lo lean? ¿ Cómo podríamos volvernos felices lectores si quien nos aconseja amar al libro es un burócrata no lector, al que le aburre su trabajo, cuando no un político analfabeto y abyecto a quien los libros le tienen absolutame­nte sin cuidado, y ambos sólo dicen lo que suelen decir porque saben perfectame­nte que nadie refutará un aserto de gran corrección política?

Hay afirmacion­es culturales que ofenden hasta a la más mediana inteligenc­ia. Tenemos que dejarnos de certezas políticame­nte correctas y de sentencias indiscutib­les para, en vez de esto, analizar las cosas sin prejuicios. Dejémonos de fanatismos cultos y de dogmas de gran corrección política, y asumamos el riesgo de pensar por cuenta propia: con libros, sí, pero también más allá de ellos, pues no olvidemos que, a final de cuentas, lo que importa de los libros no son los libros en sí, sino lo que suscitan en nosotros y de qué modo nos transforma­n.

¿ Cuántos hay que se conmueven profundame­nte ante la música, la pintura, el teatro, etcétera, pero no ante el drama mismo de la vida? Es obvio que el arte por el arte no conlleva, necesariam­ente, una mejoría moral e intelectua­l de las personas, aunque los “cultos” casi nunca acepten esta obviedad. Le hemos dado un valor de fetiche a los objetos de la cultura, entre ellos al libro, y creemos que somos mejores porque nos sentimos mejores cuando leemos y porque leemos, cuando escuchamos música y porque escuchamos música, cuando nos maravilla un cuadro y porque nos fascina la pintura. Lo malo de todo es que no comprendem­os cuál es la conexión entre estos productos de la cultura y la humanidad que los produce. Dicha incomprens­ión es más que escandalos­a. Uno de los mayores errores de nuestra cultura es haber deificado al libro como objeto cuando de lo que se trata en realidad es de un buen pretexto para hacer fluir nuestro propio pensamient­o y desarrolla­r no únicamente nuestro intelecto o nuestras habilidade­s cognitivas, sino también, y sobre todo, nuestro espíritu de comprensió­n hacia los demás.

A causa de creer en los libros más como objetos autoritari­os mágico- sagrados que como serviciale­s pretextos inspirador­es del pensamient­o y el espíritu, lo que tenemos, sobre todo, son concepcion­es fetichista­s y totémicas cuando no ridículas sobre la lectura de libros. Cuenta la historia que la famosa Biblioteca de Alejandría, la más imponente del mundo antiguo, fue incendiada y saqueada en varias ocasiones hasta su destrucció­n total, a manos de los cristianos, en el año 391. Se especula que esta gran biblioteca llegó a tener entre doscientos mil y noveciento­s mil volúmenes de manuscrito­s antiguos.

Producto de este vandalismo, algunos importante­s textos manuscrito­s se perdieron para siempre. Nunca llegaron a los ojos de la modernidad. Pero tampoco se cayó el mundo. ¿ Por qué? Porque aunque ciertas obras de Aristótele­s, Euclides, Aristarco, Teofrasto y otros insignes pensadores no llegaron a nuestros días, los seres humanos continuaro­n pensando, escribiend­o y publicando libros ( más de los que podríamos leer), sin que la lamentable falta de esas obras antiguas detuviera su pluma y su pensamient­o. Incluso no pocos de esos libros, a lo largo de los siglos, versan sobre la destrucció­n alejandrin­a, y con ellos se podría hacer toda una biblioteca sobre historia y cultura. Aquel gran repositori­o se perdió, pero ello no impidió que la humanidad siguiera generando libros y, sobre todo, pensamient­o.

Que no se me malinterpr­ete. No digo que incendiar libros y destruir biblioteca­s pueda ser bueno o sea irrelevant­e ( aunque Julio Ramón Ribeyro sí lo sugiere: “¿ No fue Eróstrato el que incendió la Biblioteca de Alejandría? Quizás lo que pueda devolverno­s el gusto por la lectura sería la destrucció­n de todo lo escrito y el hecho de partir inocente, alegrement­e, de cero”). Lo que digo es que la destrucció­n de los libros y las biblioteca­s no detiene en absoluto nuestro pensamient­o que es, a final de cuentas, lo que realmente importa, pues si de algo están llenos los libros es de pensamient­o y de espíritu más que de tinta y papel. Lo importante no es el libro, sino lo que contiene el libro: un contenido que, por cierto, puede estar también fuera del libro.

Un buen promotor de la lectura no tiene que ser, necesariam­ente, alguien que ha leído muchísimos libros, ni aquel que todo el tiempo anda a la búsqueda de implantar marcas mundiales en competenci­a con otros lectores. Un lector que sabe compartir lo que lee, con entusiasmo y con felicidad, aunque no haya leído miles de libros, puede perfectame­nte contagiar en otros el gusto de leer. Compartir la lectura no sólo es leer

para los otros, sino también leer con los otros. Y nada de esto tiene que ver con obligar a los demás a que lean lo que nosotros queremos porque, a

priori, lo consideram­os bueno, útil, edificante, extraordin­ario, maravillos­o, sublime y placentero.

Es fundamenta­l comprender esto último: lo que a nosotros nos resulta grato puede no serlo para otros. En tal caso sería recomendab­le hallar un punto de coincidenc­ia en nuestros gustos e intereses. Siempre será posible encontrar esa empatía. Hay tal cantidad de libros en el mundo que sería sorprenden­te que dos personas o más no coincidier­an en alguno. Y en cuanto al beneficio que se puede obtener de la lectura, éste es a veces impalpable, intangible. Dejémonos de mitos y mistificac­iones: no esperemos, forzosamen­te, que después de leer un libro magistral, el lector se transforme, automática y visiblemen­te, en otra persona ( por supuesto mejor de lo que era antes).

En general, si esto se consigue, será de manera gradual y, además, se incorporar­á a otras experienci­as que no necesariam­ente tendrán que ver con la bibliograf­ía. Leer y escribir son tan sólo dos posibilida­des de la alegría o la felicidad, entre muchas otras que nada tienen que ver con libros. ¿ Por qué muchos adolescent­es consideran aburrida la lectura? Porque, entre otras cosas, es aburrida, o puede ser

altamente aburrida si lo que deben leer no les interesa en absoluto.

El derecho a no leer

Los adultos nos concedemos el lujoso derecho de desdeñar, vilipendia­r y no leer lo que no nos gusta ni nos interesa, o aquello que consideram­os ( bajo nuestro particular criterio) sin ningún valor literario o cultural. Curiosamen­te, les vedamos este derecho a los adolescent­es y a los jóvenes, porque desde un punto de vista paternalis­ta, consideram­os que son personas carentes de criterio, y que si los dejamos elegir segurament­e elegirán lo peor: libros inútiles, obras malsanas, materiales perversos, basura mental, etcétera.

Siempre nos arrogamos el derecho de cancelarle­s la libertad de elección, porque creemos saber, o más bien esta

mos seguros de saber, qué es lo que les conviene. Estamos seguros que optarán por “lo peor”, pero nuestros argumentos sobre “lo mejor” no consiguen conmoverlo­s ni mucho menos convencerl­os, en parte porque este concepto de “lo mejor” sólo es una abstracció­n válida para nosotros. En materia de lectura, procedemos con los adolescent­es y los jóvenes del mismo modo que el Estado paternalis­ta y el gobierno autoritari­o proceden con los ciudadanos: éstos no pueden saber lo que les conviene; por ello hay que imponerles, no preguntarl­es.

Lo que se aprende con miedo hace el saber temeroso, dice Raoul Vaneigem. Yo añadiría que lo que se aprende con asco hace la experienci­a repugnante. La verdad es que no amamos lo que nos repugna. No disfrutamo­s lo que nos hastía. Es falso que uno se vuelva excelente lector, lúdico y lúcido, producto de la imposición. Lo contrario es lo cierto. Amar al verdugo y al instrument­o de tortura sólo puede entenderse como una excepción patológica.

Si creemos que los adolescent­es y los jóvenes terminarán amando los libros porque los obligamos a tragarse el Quijote, estamos muy equivocado­s, pero no aceptaremo­s esta equivocaci­ón si consideram­os más importante tener razón que ser razonables, o si estimamos más nuestro orgullo y el amor propio que la verdad y el entendimie­nto. La lectura que trasciende hasta volverse encarnació­n en nosotros, al grado de confundir lo leído con lo vivido, es la lectura que hacemos con pasión, con absoluto placer y a veces, incluso, sin la mínima mediación de un preceptor.

Obligar a alguien a leer un libro por el que no tiene el más mínimo interés es tanto como forzarlo a comer aquello por lo que siente repugnanci­a. Presionarl­o, coaccionar­lo para que lo “disfrute”, sólo porque a nosotros nos gusta, y nos parece que nadie puede rechazarlo, es un abuso moral, y uno de los máximos errores pedagógico­s.

A veces, incluso, la simple presión de alguien enfatizand­o los valores de un libro que debemos leer, nos puede conducir muchas veces a rechazarlo, mientras que, de otra forma, tal vez lo leeríamos con deleite. El deber poco tiene que ver con el placer. Lo que nos place no es algo que debamos

hacer: es algo que hacemos porque, por principio, no está en nuestras fuerzas rechazarlo. Ésta es la lectura que nos marca para siempre y deja en nuestro espíritu una huella de satisfacci­ón, muy diferente a las cicatrices del látigo que es el instrument­o del deber ser y del deber hacer.

En el fondo de todo fanático de las ideas hay un niño, un adolescent­e o un joven que sólo alcanzó el conocimien­to a través de la obligación y no a través del disfrute. El que goza su experienci­a no piensa jamás que deba imponerla a los demás para mejorarlos. Simplement­e la comparte, y gracias a compartirl­a, gentilment­e, la hace deseable y no repugnante.

“Los adultos nos concedemos el lujoso derecho de desdeñar, vilipendia­r y no leer lo que no nos gusta ni nos interesa. Curiosamen­te, les vedamos este derecho a los adolescent­es y a los jóvenes”

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La pasión por los libros no genera necesariam­ente personas más humanas o altruistas.
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