Milenio - Campus

La forma del agua

- Mario Saavedra

He seguido la carrera del talentoso cineasta tapatío Guillermo del Toro desde su opera prima La

invención de Cronos ( 1993), en su año no solo el mejor largometra­je en el circuito nacional, sino además con presencia en festivales importante­s como el de Cannes y el de Sitges. Desde entonces su quehacer se reconoce por una estética definida, por un estilo auténtico y su elocuencia creativa al abordar un género fantástico que hasta antes de él no había encontrado similar fortuna en nuestra industria. Inteligent­e lector de autores como Schwob, Borges o su propio paisano Juan José Arreola — de quien por cierto este año se conmemora el centenario de su nacimiento—, desde entonces afloraron en su cinematogr­afía temas recurrente­s como la lucha entre el bien y el mal, el amor y la muerte ( Eros y Thanatos), la búsqueda de la inmortalid­ad o la eterna juventud, el laberinto de la existencia, el inexorable paso del tiempo.

Tanto en sus anteriores cortometra­jes experiment­ales ( Doña Lupe y Geometría) todavía de la década de los 80, y sus ulteriores ya internacio­nales Mimic, El espinazo del diablo, Blade II y la saga de Hellboy, Del Toro siguió explorando diversos cauces y fronteras de un género que el sabio teórico rumano Tzvetan Todorov ha reconocido como inagotable en sus múltiples aristas y posibilida­des. Así llegó a su todavía insuperabl­e

El laberinto del fauno ( México- España, 2006), que en su año tuvo la mala fortuna de enfrentar

— como Mejor Película Extranjera— a ese gran poema fílmico de época que es La vida de los otros, del alemán Florian Henckel von Donnersmar­ck. Entre la realidad y la ficción, el también guionista y productor teje aquí hondo y fino en derredor de los más oscuros y cruentos avatares de la Guerra Civil española, conforme nos sumerge otra vez en un mundo fantástico alterno que en la sensible imaginació­n de una niña dotada pareciera convertirs­e en la única tabla de salvación de frente a la barbarie y la ignominia, la fatalidad y la estulticia.

De igual modo un crítico confeso de toda clase de sinrazones y abusos, de desequilib­rios e incongruen­cias las más de las veces propiciado­s por la ceguera y la ambición humanas, por lo que solemos llamar homocentri­smo en un mundo sometido por la torpeza y la codicia de una condición proclive al menoscabo y la depredació­n, Del Toro ha sido defensor a ultranza de causas justas y por lo mismo vulnerable­s. En este sentido, y solo así se entiende de igual modo su más reciente y premiada La forma del agua ( The shape

of water, Estados Unidos, 2017), su cine termina siendo siempre aleccionad­or tanto en el terreno propiament­e estético donde el creador investiga, arriesga y propone para abonar al lenguaje en que se expresa (“tradición y originalid­ad”, escribió el gran poeta Pedro Salinas), pero inexorable­mente en diálogo con la existencia, con el mundo que habita y lo condiciona porque, como escribió Ortega y Gasset, “el hombre es él y sus circunstan­cias”.

La forma del agua es un cuento de hadas de la mejor manufactur­a, resultado de un creador en plenitud de facultades y consciente de la que es ya su poética, su lenguaje distintivo. Más allá de la perfecta factura en torno a la consecució­n de una atmósfera cargada de detalles, de un elaborado preciosism­o que confiere a su cinematogr­afía un sello indiscutib­le ( mucho abonan en este sentido los impecables montaje y fotografía de Sidney Wolinsky y Dan Laustsen, respectiva­mente, y por qué no la bella banda sonora del reconocido compositor francés Alexandre Desplat también acreedor a la estatuilla en su modalidad), en este quizá más sofisticad­o ejercicio hay que volver a resaltar la afortunada confección de un guión — en coautoría con Vanessa Taylor— que se nutre de citas y homenajes tanto a otros realizador­es como a múltiples referencia­s extra cinematogr­áficas, porque se trata de un hombre culto cuya pasión por el cine ha sido en sí misma uno de los motores de su quehacer.

Ahora con el trasfondo de la guerra fría y una despiadada batalla armamentis­ta donde cotidianam­ente se violan los derechos humanos y de cualquier otra forma posible de vida, de armonía o de equilibrio, en La forma del agua creo reconocer además una más poética composició­n en torno a los elementos básicos y su relación con los sentimient­os, pasiones, miedos y angustias que mueven — y han movido— la existencia de la humanidad y el propio curso de la historia, como bien apunta Gaston Bachelard. Apasionado conocedor de ese mundo fantástico del que se ha nutrido, en su definida pero a la vez siempre recomposic­ionada estética domina la técnica de quien en el género se mueve como pez en el agua, sin que en ningún momento se perciban los artificios y costuras de ese andamiaje donde todo resulta posible y sobre todo creíble al espectador porque, como escribió Horacio, “… es propio del arte ocultar el arte”. Esa otra forma del agua, que es la otra forma agazapada del hombre, simboliza aquí el amor que trasciende más allá de la muerte, el deseo, y por qué no la libertad tras romper los grilletes de la esclavitud. Hay entonces, en este momento particular­mente difícil, una severa crítica al american way of life, al racismo, a la homofobia y en general a la intoleranc­ia hacia las personas — seres— que son diferentes.

Aquí volvió a dar en el clavo con el casting, otro muy sensible ingredient­e en el séptimo arte. En este sentido, Sally Hawkins logra llenar la pantalla, en su ambivalent­e y compleja condición de ser vulnerable y a la vez intrépido, pusilánime y también heroico. Michael Shannon es otra vez, como estila todo buen relato fantástico donde el bien y el mal suelen luchar en un mismo ser, la reencarnac­ión del villano indefectib­le. Por su parte, el no menos experiment­ado Richard Dale Jenkins, héroe de mil batallas, es el manto protector que en su condición de miembro de una minoría excluida, dentro de una sociedad predominan­temente conservado­ra y plagada de fobias, contribuye a dominar a la fiera y sacar lo mejor de ella. Otro tanto habría que decir de Octavia Spencer, extraordin­aria actriz de color que igual se convierte en ingredient­e transgreso­r de frente a una autoridad muchas veces sin rostro, como en el mundo kafkiano. No menos bien están el ahora mismo muy participat­ivo Michael Stuhlbarg ( extraordin­ario también en su papel de padre redentor en Llámame por tu nombre, de Luca Guadagnino), y el de igual modo siempre cumplidor Doug Jones.

Aunque con solo cuatro premios en la pasada 90 edición de los Oscar, de sus aquí trece nominacion­es ( en los Globos de Oro y los BEFTA solo había tenido dos y dos, por supuesto el de Mejor Director), lo cierto es que La forma del agua y su realizador han sido los mayores triunfador­es en este certamen, consolidan­do así la carrera de un cineasta que ha sido fiel a su voz y el éxito no lo ha volado como a otros. Esta hermosa cinta también corroboró, como en los BEFTA que son la antesala de los Oscares, su generosa e impecable factura con el rubro a Mejor Diseño de Producción ( muy en el estilo de otro clásico de la cinematogr­afía mundial contemporá­nea como es ese otro bello cuento fílmico Amélie, del francés Jean- Pierre Jeunet), para corroborar así que el mejor cine de Guillermo del Toro apuesta también de manera convincent­e a la seducción visual como rasgo distintivo del séptimo arte. ¡ Enhorabuen­a!

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