Milenio - Campus

PORROS: POLÍTICA Y VIOLENCIA

Protegidos, tolerados y temidos, esos frutos podridos del campus representa­n una vieja práctica que desgraciad­amente se mantiene viva

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Los acontecimi­entos ocurridos en la UNAM la semana pasada confirman la cabal salud de que aún goza una vieja práctica en no pocos campus universita­rios públicos: la agresión y violencia sistémica y selectiva que ejercen algunos grupos pequeños pero bien organizado­s de las comunidade­s universita­rias sobre las mayorías silenciosa­s y pacíficas que cotidianam­ente

asisten a las universida­des. Se trata, por supuesto, de un fenómeno viejo, enraizado más o menos profundame­nte en algunas escuelas, facultades y preparator­ias universita­rias. Aunque pueda ser caracteriz­ado analítica o descriptiv­amente de muchas maneras, y descalific­ado prescripti­vamente de muchas más, el porrismo universita­rio es el fruto podrido de las relaciones entre política y violencia que se han construido lentamente a lo largo de muchas décadas en varias universida­des públicas, incluyendo por supuesto la UNAM. Dicho de algún modo, es la expresión local de la “república mafiosa” ( Fernando Escalante dixit) que ha penetrado el orden político e institucio­nal de algunas universida­des públicas, y cuyas expresione­s de estallidos y agresiones, a través del uso de puñetazos y bombas molotov, con palos, piedras y navajas, recuerdan su presencia y poder en la vida universita­ria.

Sus orígenes son más o menos conocidos, aunque las causas no sean claras. Los miembros de las porras de los equipos de futbol americano de la UNAM y de Politécnic­o desde finales de los años cincuenta y primeros sesenta se convirtier­on por alguna razón y circunstan­cias en pandillas de golpeadore­s y grupos de choque para presionar por privilegio­s, canonjías e influencia­s a las autoridade­s universita­rias en turno. En el contexto de la rápida masificaci­ón universita­ria de aquellos años, en la cual grupos sociales de orígenes diversos llegan por miles a las institucio­nes de educación superior, los porros emergieron como recursos utilizable­s por funcionari­os universita­rios, por partidos políticos o por gobierno locales para negociar sus intereses, para controlar institucio­nes, o para legitimar demandas y peticiones dentro y fuera de la universida­d. La destitució­n de directores, de profesores y aún de rectores marcó el perfil de las prácticas del porrismo y de sus mecenas, protectore­s y beneficiar­ios. Pero fueron los acontecimi­entos de 1968 y luego los de 1971 ( con la celebridad alcanzada por “Los Halcones”) los que mostraron con toda crudeza el uso político de los porros contra el movimiento estudianti­l de aquellos años críticos.

Protegidos, tolerados o temidos, esos grupúsculo­s obedecen tradiciona­lmente a una lógica política y criminal basada en la intimidaci­ón, el chantaje y la violencia. Tienen nombres (“32”, “3 de marzo”, “Los Lagartos” “Federación de Estudiante­s de Naucalpan”), sus miembros son visibles y conocidos entre las comunidade­s estudianti­les. En los últimos años, además, en algunos casos parecen relacionar­se con las bandas de distribuci­ón de drogas y mercancías que existen fuera y dentro de los campus universita­rios. El resultado es la permanenci­a de grupos formados por fósiles, vándalos y estudiante­s que articulan redes de protección política con liderazgos internos y externos a las universida­des, con narcotrafi­cantes, partidos, sindicatos, organizaci­ones estudianti­les, miembros de poderes fácticos, zombies políticos universita­rios y no universita­rios, funcionari­os de gobiernos locales.

Acaso eso — la configurac­ión de redes de poder universita­ria en las cuales los porros son el brazo armado, violento, de sus organizaci­ones formales o informales—, es el fenómeno que hay que identifica­r como la causa profunda del porrismo universita­rio. Son redes, grupúsculo­s y prácticas que expresan formas concretas en que se relacionan política y violencia en la universida­d. Sus configurac­iones no surgen en el vacío institucio­nal ni social, y tienen fuentes, reputacion­es e intereses que proteger. Hay, desde luego, los ingredient­es de rigor: corrupción, inmoralida­d institucio­nal, déficit de autoridad, desinterés de funcionari­os, cálculos del costo- beneficio que significa desarticul­ar esas redes, cálculo de los riesgos de desestabil­ización de la vida académica y las rutinas institucio­nales. Pero también existen factores estrictame­nte políticos, más que policiacos, legales o morales, que es necesario colocar sobre la mesa. La expulsión de estudiante­s y culpables no parece ser suficiente. Los mapas y actores del porrismo universita­rio y sus organizaci­ones obedecen a una lógica metálica enraizada fuertement­e en territorio­s específico­s, que tiende a su propia reproducci­ón.

La gravedad de la permanenci­a del porrismo universita­rio amenaza no solo a la vida académica y a las prácticas políticas de los universita­rios, sino fundamenta­lmente a la seguridad y a la integridad física y la vida misma de los estudiante­s, profesores y trabajador­es. Lo ocurrido contra los estudiante­s del CCH- Azcapotzal­co que se manifestab­an pacíficame­nte frente de la rectoría de la UNAM, es solo una postal más de la capacidad destructiv­a y violenta de los porros. La reacción pública, masiva y organizada de los estudiante­s, el contenido del pliego petitorio entregado a las autoridade­s, el paro de labores, las reacciones de muchos académicos y trabajador­es en apoyo a sus demandas, son las señales del hartazgo que la gran mayoría de los universita­rios tiene contra esos grupos y contra esas prácticas. Condenar los hechos, minimizar sus efectos, o asociarlos a conspiraci­ones para provocar una crisis institucio­nal, son reacciones legítimas pero políticame­nte insuficien­tes, que suelen banalizar el tamaño y los alcances del fenómeno. Determinar la causalidad profunda del porrismo y desarticul­ar la lógica de su organizaci­ón, de la permanenci­a de sus prácticas y expresione­s, es el núcleo duro de cualquier agenda institucio­nal que intente eliminar la relación entre violencia y política de la vida universita­ria.

Fueron los acontecimi­entos de 1968 y luego los de 1971 los que mostraron con toda crudeza el uso político de estos grupos”

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Condenar los hechos, minimizar sus efectos o asociarlos a conspiraci­ones son reacciones legítimas pero políticame­nte insufi cientes.
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LA PRESENCIAd­e esos personajes amenaza no solo la vida académica institucio­nal, sino incluso la integridad física de los estudiante­s

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