JOHN STUART MILL, MIRONES PROFESIONALES Y PRENSA FIFÍ
¿ Qué habría dicho el filósofo inglés de aquellos politicos que, en busca solo de adulaciones, desacreditan a los informadores cuestionan?
La crítica jamás le ha g us t ado a l poder, independientemente del signo ideológico que tenga dicho poder. Ya sea de centro, de derecha o de izquierda, el poder identifica a la crítica con el ataque; la discrepancia, con el desacato a su autoridad. De hecho, en la política, la crítica no le gusta a nadie (¡ pero menos aún al poder!) en tanto no la tenga a su servicio convertida en turiferaria, con lo cual deja de ser crítica para convertirse en adulación
Pero si la crítica que traiciona su función, y reniega del ejercicio analítico que le da sentido, es dañina para la sociedad cultural ( tratándose de valoración estética, literaria, teatral, etcétera), más dañina es cuando esta crítica renegada adula al poder político. Los políticos desean un mundo donde no haya crítica, sino elogio, donde no haya reparo, sino loa, donde nadie les lleve la contraria y sí, en cambio, donde todos hagan votos de coincidencia, de uniformidad y unanimidad, “por el bien del país”.
Los ejemplos del exceso de poder, en todo tiempo y lugar, se relacionan con la censura y la autocensura, con la persecución de los críticos y con la descalificación de las voces disconformes. Descalificar a la crítica es el principio del despotismo. Despreciar a la opinión que difiere es el germen de la intolerancia. Las acciones y dichos de los poderosos que descalifican a la crítica se han repetido una y otra vez a lo largo de la historia. Y es innegable que todo poder se asume siempre como “bueno”: nunca ninguno ha dicho de sí mismo que sea “malo”, y, para justificar esa “bondad”, legitima el monopolio de la verdad.
Que los poderosos rechacen la impugnación y celebren la opinión convertida en eco de su voz es ya una desgracia, pero que los críticos claudiquen ante el poder, constituye no sólo un daño social, sino también moral. No hay nada mejor que una sociedad que pone cotos al poder, comparada con otra acrítica que le da siempre la razón a quien, desde la investidura, se siente con el derecho de la verdad única e indiscutible: la del infalible que vuelve dogma sus dichos y accio- nes y, consecuentemente, transforma en herejías, que deben despreciarse cuando no silenciarse o perseguirse, las opiniones y los juicios de quienes discrepan de ese poder que no soporta que alguien lo contradiga.
Sería deseable que los políticos leyeran los grandes libros que han movido a la humanidad, que ni siquiera son tantos ( no existen ni siquiera cientos que sean realmente insustituibles) y que, ya leídos, los comprendieran de tal forma que no parezca que los ignoran. Pocos han leído y comprendido el gran ensayo Sobre la libertad ( 1859) de John Stuart Mill ( 1806- 1874); lo deducimos porque es difícil que, después de leer esta obra cumbre del pensamiento, la mente del lector permanezca inalterada. Se necesita, para ello, una muy tenaz oposición a la inteligencia. En el segundo capítulo de su libro, Mill da por hecho que “han pasado ya los tiempos en que era necesario defender la ‘ libertad de prensa’ como una de las seguridades indispensables contra un gobierno corrompido y tiránico”, y aun así alega:
“Si toda la humanidad, menos una persona, fuera de una misma opinión, y esta persona fuera de opinión contraria, la humanidad sería tan injusta impidiendo que hablase como ella misma lo sería si teniendo poder bastante impidiera que hablara la humanidad. Si fuera la opinión una posesión personal que sólo tuviera valor para su dueño; si el impedir su disfrute fuera simplemente un perjuicio particular, habría alguna diferencia entre que el perjuicio se infligiera a pocas o a muchas personas. Pero la peculiaridad del mal que consiste en impedir la expresión de una opinión es que se comete un robo a la raza humana; a la posteridad tanto como a la generación actual; a aquellos que disienten de esa opinión, más todavía que a aquellos que participan en ella. Si la opinión es verdadera se les priva de la oportunidad de cambiar el error por la verdad; y si errónea, pierden lo que es un beneficio no menos importante: la más clara percepción y la impresión más viva de la verdad, producida por su colisión con el error”.
Si, en una sociedad, un sector dominante se niega a oír la opinión, generalmente crítica de un individuo, peor aún es el caso del poder político que no sólo se niega a oír lo que lo cuestiona, sino que hace escarnio y estigmatiza todo aquello que le sea contrario en su parecer y proceder. A decir de Mill, “negarse a oír una opinión, porque se está seguro de que es falsa, equivale a afirmar que la verdad que se posee es la verdad absoluta”.
Quienes piensan y opinan “en cosas de interés público con autoridad moral entre las élites” se llaman “intelectuales”, pero no lo son si ceden su capacidad de pensamiento ( que, por supuesto, incluye la duda) poniéndola al servicio del poder, pues automáticamente renuncian al ejercicio crítico, y olvidan que, como sostiene Mill, “para el bienestar intelectual de la humanidad ( del que depende todo otro bienestar), es necesaria la libertad de opinión y la libertad de expresar toda opinión”. Dice Gabriel Zaid en sus Mil palabras: “No son intelectuales los que opinan sujetos a la verdad oficial ( política, administrativa, académica, religiosa)”. Son, en todo caso, funcionarios, militantes, cofrades: parte del poder. Y es un abuso de poder estigmatizar a quienes sostienen opiniones contrarias al poderoso.
Por ello, Mill concluye: “La peor ofensa de esta especie que puede ser cometida consiste en estigmatizar a los que sostienen la opinión contraria como hombres malos e inmorales. Aquellos que sostienen opiniones impopulares están expuestos a calumnias de esta especie porque, en general, son pocos y de escasa influencia, y nadie, aparte de ellos mismos, tiene interés en que se les haga justicia; pero esta arma está negada, por la misma naturaleza del caso, a aquellos que atacan una opinión prevaleciente, no pueden servirse de ella sin comprometer su propia seguridad, y si pudieran no conseguirían otra cosa que desacreditar su propia causa. En general, las opiniones contrarias a las comúnmente admitidas sólo pueden lograr ser escuchadas mediante una estudiada moderación de lenguaje y evitando lo más cuidadosamente posible toda ofensa inútil, sin que puedan desviarse lo más mínimo de esta línea de conducta, sin perder terreno, en tanto que el insulto desmesurado empleado por parte de la opinión prevaleciente desvía al pueblo de profesar las opiniones contrarias y de oír a aquellos que las profesan. Por tanto, en interés de la verdad y de la justicia, es mucho más importante restringir el empleo de este lenguaje de vituperio que el otro”.
Hace unos días, el presidente electo de México ofreció a los periodistas una clase de historia que recogieron todos los medios nacionales. Dijo, a propósito de sus opositores ( conservadores, obviamente): “Me gusta quitarles la máscara, desnudarlos, aunque se queden nada más en paños menores”. Y prometió seguir utilizando el término fifí para aplicarlo a la prensa que lo critica, “porque está bien aplicado, si se revisa la historia los que hicieron más daño al movimiento revolucionario maderista fueron los fifí, ayudaron a los golpistas”, pues “hubo una prensa, en la época revolucionaria, con medios como El Debate y otros periódicos que se dedicaron a denostar al presidente Francisco I. Madero, que incluso le quemaron la casa”. “Cuando detienen al hermano de Madero y asesinan cobardemente a Gustavo Madero, los fifís hacen caravanas con sus carros, festejan, y luego esa prensa pues siempre apostó a apoyar la militarización del golpe de Estado. Tienen mucho que ver con el conservadurismo, venían del régimen porfirista, eran serviles, era la prensa sometida y cuando triunfa el movimiento revolucionario y Madero él garantiza libertades plenas y se portaron muy mal, no sólo a Madero sino al país, le hicieron mucho daño a México”. “Lo de fifí viene de eso, para darle una ubicación histórica, eso sí se los voy a seguir diciendo porque son herederos de este pensamiento y proceder”.
De un anacronismo deriva una conclusión difamatoria: Todo periodismo discrepante del Madero redivivo no sólo es fifí y conservador, sino conspirativo por herencia ( lo trae en su ADN). Y quien hace esto no encuentra peligrosa la extrapolación de exponer a esa “prensa fifí” a la animadversión popular ( en un país donde la prensa está siempre en riesgo), porque al fin y al cabo esta prensa es golpista por herencia.
El término fifí es un insulto: un mexicanismo supranacional que López Obrador revivió cuando su uso en México desde finales del siglo XX era prácticamente nulo. Corresponde, en efecto, a un período histórico del país. Francisco J. Santamaría lo recoge en su Diccionario general de americanismos ( 1942) con la siguiente información: “FIFÍ. Muy usado en Méjico, por petimetre, pisaverde, vago; ocioso que viste bien, y es presumido, insustancial y necio. Antes más se decía roto,
catrín, lagartijo y gomoso. Son muy conocidos los del paseo
Francisco I. Madero, en la capital de la República”.
Fifí es término de descalificación clasista; tan clasista y peyorativo como pelado y
naco, sólo que por discriminación de sentido inverso. En su Diccionario breve de mexi
canismos, Guido Gómez de Silva nos ilustra al respecto: “pelado, pelada. ( Del español pelado: ‘ pobre, desprovisto’, de pelar: ‘ dejar sin dinero’, de pelar: ‘ dejar sin pelo’.) adj., y m. y f. Mal educado, grosero, vulgar, persona de las capas sociales inferiores. || pelado que se ha encumbrado, no deja de ser pelado. ref. Una persona vulgar, carente de educación, que mejora su posición social o ha logrado un puesto alto revela su origen por su falta de modales y de conocimientos”. En cuanto a
naco, equivalente coloquial de pelado, más reciente pero no menos peyorativo, el Diccionario de mexicanismos de la Academia Mexicana de la Lengua explica: “naco, ca. M. y F. coloq/ despect. Persona tonta, ignorante, vulgar: Sandra es una naca, no sabe comportarse en las juntas directivas. U. t. c. adj. || 2. Persona de bajos recursos, despreciada por su estrato sociocultural bajo: Yo no entro a comer aquí, hay puros nacos.
|| ADJ. coloq/ despect. Referido a algo, vulgar, sin refinamiento: Este vestido está muy naco, mejor me compro otro”.
Si el presidente de una nación usa el despectivo “prensa fifí” para descalificar al periodismo que no es de su agrado, esto es tan escandaloso como si otro discriminara a los “pelados” y a los “nacos” ( la “prole”) porque le desagradan. ( Trump, justamente, insulta y desprecia, todo el tiempo, a la prensa que lo cuestiona.) Según el
Diccionario de la Real Academia Española, como coloquialismo americano, fifí es sustantivo que designa a la “persona presumida y que se ocupa de seguir las modas”. Guido Gómez de Silva aventura su etimología: “quizá del francés fifille (‘ muchachita’), término infantil que se pronuncia fifíy, y se aplica al hombre presumido que se dedica a acicalarse y andar en busca de galanteos”.
Despectivo lo es, y discriminatorio; tan insultante como “pelado” y “naco”, sólo que de signo contrario. Ante la crítica, se estigmatiza al crítico a fin de descalificarlo. Pero este estigma y esta descalificación siempre serán más insultantes desde el poder y, peor aún, desde la altura de la principal autoridad: ¡ el presidente del país!, ¡ uno que no se ha dado cuenta de que también es el presidente de los fifís!.
“Tachar al periodista, estigmatizarlo, ridiculizarlo como “mirón profesional”, conlleva un dejo de desprecio por esa tarea tan importante en una sociedad abierta”