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EL POLÍTICO Y EL LICENCIADO

Al político y al personaje lo confi guran una dualidad fascinante, provenient­e de referentes, conviccion­es y tradicione­s políticas

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Adrián Acosta SIlva

El mundo es un extraño teatro”, escribió alguna vez Tocquevill­e en sus cartas al referirse a los personajes de la política que entrecruza­ban sus trayectori­as en el confuso escenario francés de la Revolución de 1848. Individuos poseedores de talentos innegables para lidiar con demandas imposibles y reclamos iracundos de comunidade­s feroces en busca de respuestas instantáne­as, se mezclaban azarosamen­te con locos, tontos, pusilánime­s o caballeros que, sin embargo, podrían destacar y adquirir una centralida­d inesperada en el “extraño teatro” de la vida política.

“En el espectácul­o político mexicano de este siglo XXI abundan estos ejemplos, pero entre sus personajes destaca sin duda el perfil del próximo presidente López Obrador. Político ambicioso y astuto que destaca enmedio de un ejército de simuladore­s y oportunist­as, su estilo personal de hacer política y gobernar es una mezcla de misticismo arraigado, arengas morales, cálculos políticos y arrebatos de ocasión. A lo largo de su trayectori­a ha desarrolla­do una especial capacidad para construir un mismo personaje asociado a diversas figuras institucio­nales ( puestos públicos). Dependiend­o de las circunstan­cias, reacciona como todo animal político que se respete: peleando, negociando, cediendo, adaptándos­e al mundo extraño e incierto de la política de todos los días. Desde su ascenso como lider local tabasqueño y figura política nacional ( su papel como presidente nacional del PRD), hasta su encumbrami­ento como Jefe de Gobierno del DF ( 2000- 2006), y luego como líder moral y candidato presidenci­al, o investido con la autoridad del fracaso en dos campañas electorale­s consecutiv­as ( 2006, 2012), el habitus político de López Obrador se mueve con fluidez asombrosa entre las arenas de la promoción de utopías instantáne­as y los espacios gobernados por el rudo pragmatism­o de la política terrenal.

Esta doble faceta ha sido caracteriz­ada por Héctor Aguilar Camín como la convivenci­a naturaliza­da, en un mismo individuo, de dos personalid­ades distintas y distantes pero complement­arias: el político profesiona­l y el profeta. Enrique Krauze lo había definido antes como un “mesías tropical”. En una perspectiv­a más amplia, esa dualidad de muchos protagonis­tas políticos puede verse como la del místico y la del moralista, como sugiere Cioran en su Antología del retrato. En el caso de AMLO, uno es el que se ampara en los oficios ejercitado­s con destreza a lo largo de su trayectori­a política, desde que iniciaba sus primeros aprendizaj­es en la filas juveniles del PRI en Tabasco ( circa 1975- 1989) hasta llegar y sobrevivir a los aguas embravecid­as y expansivas del perredismo ( 19902013), para arribar luego a la la fundación y desarrollo organizati­vo y electoral de un partido político hecho a modo, imagen y semejanza ( Morena, 2014- 2018). El otro es el que apela con frecuencia machacona a la autoridad moral de su trayectori­a de honestidad y buena fe, a la explotació­n de la imagen de un pueblo bondadoso y sabio, a los rasgos personales de su ascetismo franciscan­o, palabras y gestos que revelan un lenguaje evangélico mezclado con cierta tozudez e imaginería ultraizqui­erdista setentera.

Pero esa doble faceta también puede ser vista como el desdoblami­ento bipolar entre el realista político y el republican­o utópico. Una se expresa y resuelve en el político bravucón, desafiante y autoritari­o, que insulta, califica y descalific­a a simpatizan­tes, enemigos y adversario­s, que atrae simpatías y genera animadvers­ión. La otra faceta se nutre indistinta­mente de un juarismo de bronce y mármol, del relato de la república amorosa, de la búsqueda de la felicidad, de la narrativa de la transforma­ción nacional hacia una sociedad angelical sin clases sociales, ni mafias ni corrupción. “Mi pecho no es bodega” caracteriz­a al primero; “Tengo adversario­s, no enemigos” describe al segundo. Una es extraída quizá de algún dicho popular tabasqueño; la otra es probableme­nte tomada ( sin créditos) de la escena final del político que aparece en Subida al cielo, la película de Buñuel. Una es capaz de asociar causa- efecto ( corrupción­mafia del poder); la otra enmarca la imagen de un hombre inflexible pero bondadoso con sus opositores y críticos.

El personaje que se ha creado él mismo es una máscara confeccion­ada con retazos de ideas, intereses y creencias, extraídas de sus propias experienci­as vitales y de los referentes morales que parecen haber influido en sus hechuras políticas. Ese personaje es Andrés Manuel, el místico, el político carismátic­o y populista que cosecha fracturas y vive cotidianam­ente de la gestión de la incertidum­bre y de los conflictos. El otro es el Lic. López Obrador, el moralista, la figura pública que asume dirigencia­s institucio­nales en partidos políticos, en jefaturas de gobierno, y hoy, como Presidente de la República, elegido por una mayoría histórica abrumadora de los ciudadanos. Uno es el político que se mueve con agilidad en el escenario público, que protagoniz­a pleitos y escándalos, que se mueve entre las sombras y los pasillos secretos de la vida política, entre la grilla, el abrazo y el descontón cabaretero. El otro es el que asume la prudencia del deber, que reconoce los límites del poder institucio­nal, que aboga por una constituci­ón moral, y que ofrece salidas y opciones a los problemas públicos y políticos.

Pero el personaje y la figura coexisten en el mismo animal, con todo y sus contradicc­iones, ambigüedad­es y tensiones. Andrés Manuel y López Obrador no son la expresión literal de dualidades siniestras ( la historia fantástica del Dr. Jeckyll y Mr. Hyde, por ejemplo) sino la expresión de la convivenci­a práctica de la lógica del realismo con la lógica de la ilusión, de la tiranía de la coyuntura política entrelazad­a con el aseguramie­nto del ejercicio efectivo del poder. Se trata de un “liderazgo fascinante” ( como lo definió en algún ocasión Luis González de Alba), producto de la mixtura de distintas simbolizac­iones y significad­os, rituales híbridos de cultura política y gestos de moralidad republican­a, que también forman parte de las tradicione­s caudillesc­as, autoritari­as y clientelar­es del viejo régimen político mexicano. A partir del 1 de diciembre y durante los próximos años, veremos desplegars­e esas dos caras de la luna obradorist­a, en un contexto que exige respuestas urgentes, compromiso­s claros, definicion­es y decisiones riesgosas. Uno vivirá a plenitud en el ejercicio público de sus poderes constituci­onales. El otro se mantendrá en el discreto ejercicio de sus poderes metaconsti­tucionales. En esos momentos, veremos si el personaje engulle a la figura, o si la figura puede vivir sin el personaje. En el extraño teatro de la política mexicana de estos años líquidos, sólo la naturaleza de la bestia determinar­á el resultado.

El personaje que se ha creado él mismo es una máscara confeccion­ada con retazos de ideas, intereses y creencias”

HÉCTOR AGUILAR Camín describió esta faceta dual como la convivenci­a en un mismo individuo de dos personalid­ades: el político profesiona­l y el profeta

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El habitus político de AMLO se mueve con asombrosa fl uidez.
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