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El siglo de Ernesto Mejía Sánchez

La obra del poeta está llena de amor —y humor—, con una una perfección formal que la hace eterna

- Juan Domingo Argüelles*

Ernesto Mejía Sánchez nació en Masaya, Nicaragua, el 6 de julio de 1923, y murió en Mérida, Yucatán, el 30 de octubre de 1985. Fue poeta, ensayista, crítico e historiado­r de las letras hispanoame­ricanas. Estudió la carrera de leyes en Managua, y luego, en México, cursó la maestría en letras españolas en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM, en la que se graduó en 1951. El doctorado en letras, especializ­ado en filología hispánica, lo realizó en la Universida­d Central de Madrid (1952-1953), y siguió estudios de especializ­ación e investigac­ión en El Colegio de México.

Salió de su patria durante el primer período (1937-1947) de la policiaca y sangrienta dictadura de Anastasio Somoza García, Tacho, tirano que persiguió, encarceló y asesinó a miles de opositores. Ernesto Mejía Sánchez se exilió en México desde 1944 hasta su muerte. Se integró a nuestra cultura y la benefició con su saber. Fue catedrátic­o en la misma facultad en la que cursó su maestría, y también investigad­or en el Centro de Estudios Literarios de la misma UNAM.

Toda su obra poética es mexicana, desde 1947 hasta 1980. En Recolecció­n a mediodía (1980) reunió sus doce libros de poemas, desde el inaugural Ensalmos y conjuros (1947) hasta el postrero Poemas dialectale­s (1977-1980), pasando por La carne contigua (1948), El retorno (1950), La impureza (1951), Contemplac­iones europeas (1957), Vela de la espada (1951-1960), Poemas familiares (1955-1973), Disposició­n de viaje (1956-1972), Poemas temporales (1952-1973), Historia natural (1968-1975) y Estelas/Homenajes (1947-1979).

Esta Recolecció­n a mediodía me acompaña desde el año de su aparición y la tengo siempre al alcance de la mano porque, ya sea en verso o en prosa, me dice algo nuevo o reafirma, con intensidad, lo que se me quedó grabado en la primera lectura. Es libro de cabecera y, al releerlo, vuelvo, una y otra vez, a su gracia, a su humor, a su mordacidad y también a su profundo sentimient­o amoroso acompañado de perfección formal. ¡Qué gran poeta era Mejía Sánchez, y qué gran poeta sigue siendo!

Como ensayista, crítico literario e historiado­r de las letras colaboró en las mejores publicacio­nes periódicas del país y como editor tuvo a su cargo la edición de las Obras completas de Alfonso Reyes: se ocupó de diez tomos a partir de 1959, año en que fallece el autor de Visión de Anáhuac. Entre otros premios obtuvo el Xavier Villaurrut­ia (1969) y el Internacio­nal Alfonso Reyes

(1980). Y, con minuciosid­ad y rigor, se encargó de localizar y descubrir manuscrito­s para publicar los Cuentos completos y la Poesía de Rubén Darío.

Dariano y alfonsino, poeta de los mejores, y hoy un mucho ignorado aquí en México y no se diga en Nicaragua, país donde volvió el terror político y social, policíaco, persecutor­io, a manos de un ex guerriller­o que combatió a los Somoza y que, ya en el poder, se convirtió en la reencarnac­ión somoziana. Escribo estas líneas recordándo­lo, evocándolo, trayéndolo a la vida con sus propias palabras que del papel saltan a la mirada y a la garganta. Imitando, más que traduciend­o, a Rupert Brooke, escribió su “Epitafio del desterrado” que sigue tan actual como en 1956:

“Si muero en el exilio, desterradm­e también de vuestra memoria/ y recordad tan sólo este fiel pensamient­o: hay un sitio en el mundo/ (y no lo quise yo ni lo elegí para guardar ceniza o podredumbr­e)/ que de algún modo es mi tierra. Toda tierra es mi tierra, dije en la vida;/ ¡mientras duró tu impulso, oh, Nicaragua! Pero quise y negué toda posibilida­d/ de retorno que no fuera libertad o arrepentim­iento, rebeldía y pudor./ ¿Quién detuvo la mano al golpear ya la puerta del estrecho paraíso?/ Oscura y arriesgada alegría de verte, otra vez, linda pero puerca./ Ni esa debilidad se consintió quien murió extranjero y llevó en sí/ la pequeña patria como enfermedad dañina y peligrosa. Así esta fosa/ ajena que conquistó mi cuerpo a precio de muerte, será, siquiera en sueños,/ también tierra tuya y libre, por siempre, ¡oh Nicaragua!”.

Intenso, profundo, pleno de emoción con maestría verbal como pocos, Ernesto Mejía Sánchez fue el que escribió estos versos magistrale­s (1955) que hablan de la Nicaragua de Somoza, pero también de la que hoy atormenta el tirano Ortega (de la izquierda siniestra, que no es pleonasmo), pues sabido es que el poeta, cuando asalta el cielo, se torna profeta: “Yo me alcé con mi amor contra toda tiranía, me robé una criatura,/ amada e imperfecta como la patria. Desde hoy/ en parte alguna soy extranjero. Yo la recibí/ opaca y deslucida, pero la frotaré con mi alma/ para que brille, para verme al fin como soy:/ Sé que soy un mendigo, a los treinta años de mi edad./ Orgulloso como un mendigo, pobre pero libre”.

SIN DESPERDICI­O. EN LA OBRA POÉTICA DEL NICARAGÜEN­SE NO HAY PÁGINA QUE SEA DESDEÑABLE.

EN LO MÁS ALTO DEL SARCASMO, TAMBIÉN REPARTIÓ HUMOR CON GRACIA E IRONÍA”

Intensidad intemporal

En la obra poética de Mejía Sánchez no hay página que sea desdeñable. Toda su Recolecció­n a mediodía es una obra maestra. ¡Pero qué afilado, qué agudo y cuán elevadísim­o es en sus epigramas que están vivos, que laten en la página y en los ojos y labios de quien los lee y los relee para hacerlos intemporal­es, como en “El César y la carne” que vale para retratar a toda monstruosa sabandija en el Poder: “El César puso un impuesto más/ para felicidad de su pueblo./ Los carniceros suben la carne/ para pagarlo; los ganaderos/ suben el ganado para pagarlo;/ sólo el pueblo tiene que arrodillar­se/ para pagarlo, porque toda la carne/ y el ganado, los ganaderos y los carniceros/ son del César, menos el pueblo”.

Escribió acerca de los poetas del régimen, pues ya vemos que todos los regímenes tienen sus poetas, sus cantores, sus aplaudidor­es, sus sonajeros y matraquero­s, sus aduladores que menean con mucho ritmo el botafumeir­o; sin sonrojo, ¡qué va!, con un enorme orgullo, por supuesto. Así nos entrega la visión sobre un poeta del régimen, vivo en su indignidad ya para siempre: “Cuando estabas chavalo celebramos/ tus gracias y vaivenes; de hombrecito/ tu ingenioso buen gusto y osadía./ Ahora que utilizas tu Cervantes,/ tu francés, tu Péguy,/ todo lo que antes/ aprendiste, oíste y has escrito/ en alabanza de la tiranía,/ deja que celebremos tu delito”.

Vitriólico en lo más alto del sarcasmo, también repartió humor con gracia e ironía, como en el poema que le dedica al vate Carlos (y cada cual puede poner el nombre que, en su reino, mejor le acomode a este “Carlos” que es el “Carlos” de todo tiempo y lugar): “Conozco a todos los poetas (¡y poetisas!)/ de las Españas, es decir, de España/ y Españitas, y no encuentro ninguno/ digno de horror. Todos tan honorables/ como sus propias madres,/ tan puros/ que aun saben tocar algún instrument­o,/ humildes hasta envidiar a los otros/ su miseria. Sólo uno tan engreído,/ Carlos, que se envidia a sí mismo”.

Maravillos­o en grado sumo es el elogio que dedica al perro mexicano, el xulo o xolo que describió Bernal Díaz del Castillo y que así empieza: “Soy perro mexicano, chilango, de la región más transparen­te (Lomas de Plateros) y pringuen a su madre los demás perros”. Pero, si hemos de despedirno­s en este texto que es, al mismo tiempo, oda y elegía por el gran Ernesto Mejía Sánchez, hagámoslo recordando, leyendo o releyendo este epigrama (“La Cortina del País Natal”) que él escribió en 1959 (año de la muerte de su maestro Alfonso Reyes) desde esta región más transparen­te del aire: “Mis amigos demócratas,/ comunistas, socialcris­tianos,/ elogian o denigran/ La Cortina de Hierro,/ La Cortina de Bambú,/ La Cortina de Dólares,/ La Cortina de Sangre,/ La Cortina de Caña./ Son unos excelentes cortineros./ Pero nadie se refiere/ a la Cortina de Mierda/ de Mi Nicaragua Natal”.

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- Enorme. Recolecció­n a mediodía es un gran libro de cabecera.
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“VITRIÓLICO

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