EL EMPLEADO DESCONOCIDO
“Porque yo mi trabajo nunca lo dejaría, ni por la lotería, porque yo voy al trabajo a reírme y a descansar”: Martirio
En todos los centros de trabajo siempre hay un empleado que nadie sabe quién es ni qué hace. Normalmente lleva años en la empresa, es de edad madura, saluda a todos y suele verse por los pasillos y cotorreando con las secretarias.
En el periódico hay un señor de ese estilo, chaparrito, bigotón, de traje y portafolio, que cuando me saluda me dice “Tacho” (indicando que Tacho es más popular que yo en la redacción, lo cual no me extraña, pues tengo mirada y aspecto de maniático sexual y la gente me rehuye). Dicen que ese señor “vende cosas”, lo cual no me consta, pues nunca lo he visto vendiendo ni cobrando nada, solo lo he visto saludando. Tal eso de que “vende cosas” seguramente se lo dijo a la primera persona que le preguntó que hacía allí y le contestaron: “Ah, bueno” (como si le preguntaran a Duarte: “¿De dónde sacaste dinero para esa residencia?” y contestara: “De abajo de la cama”. “Ah bueno”).
Existen personas que uno está acostumbrado a verlas aunque no se sepa de dónde salieron (como en el monólogo de Gila, cuando cuenta quiénes vivían en la casa familiar, incluyendo “un señor que nadie sabía quién era, pero dormía ahí la siesta”). Tarde o temprano, uno se da cuenta de quienes no laboran en nuestra chamba, sino que aparecen de vez en cuando, vendiendo ropa, joyas, tratamientos de belleza o llevando la contabilidad de uno o más empleados, pero este señor es misterioso. La versión oficial es que “es vendedor” y nadie la pone en duda. Quizás en el fondo nadie quiera saber la verdad, que pudiera ser aterradora.
Cuando trabajé en una institución educativa (una de a de veras, no como las universidades que se prestaron a las transas de la “Estafa maestra”) había un hombre de la tercera edad, alto, delgado, que vestía de blanco y usaba una gorra Ascot. Nadie sabía quién era, solo que había “nacido con la institución”. Los empleados más antiguos, incluyendo los mandos medios, directores de áreas y jefes de departamento, con más tiempo en su puesto, reconocían que ni siquiera sus antecesores sabían quién era, solo que “ya estaba ahí cuando llegaron”.
Por supuesto, en algunas empresas existen personas que sabemos que no hacen nada, pero que están ahí porque están guapas, de esas que cuando nacen, el doctor le dice a la madre: “Trajo al mundo a un ser con puesto de trabajo”. Lo mismo pueden ser asistentes que asesores, el chiste es que su función consiste en recrear la vista, lo cual explica su presencia, no como los empleados misteriosos a los que me refiero.
Marco Antonio Almazán escribió una vez que empresas estadunidenses contrataban negros nada más por ser negros, quienes se paseaban por las oficinas portando ropa elegante y portafolios, con el fin de aparecer como “empresas incluyentes” (todo lo contrario en las malinchistas empresas mexicanas, donde se le da preferencia a la gente güerita que a la prietita). Lo que sí creo es que a los capitanes de meseros de las cantinas los contratan por su cara, como de hombres honorables, aunque quizás estén afiliados al PRI.
Quizás sean orejas (de la propia compañía o del CISEN) para averiguar si se trafican drogas, qué proletarios subversivos critican al proyecto o al gobierno, o si se está gestando una huelga.
Tal vez sencillamente sean fantasmas. Es mejor dejarlos que anden por allí socializando, cual seres vivientes normales, en vez de andar asustando, moviendo cosas, gimiendo por las noches o desapareciendo la caja de ahorros.
Mi teoría favorita es que pertenecen a una logia. Todas aquellas personas de origen desconocido en los trabajos, se reúnen en los sótanos de un viejo edificio abandonado del Banco Nacional de Crédito Rural, en sesiones que preside el Gran Empleado Desconocido (físicamente idéntico a todos los demás). Quizás vengan de un planeta lejano y sean vampiros o zombies o ambas cosas. Vigilan y estudian la mecánica laboral de los terrícolas para adueñarse del mundo. ¿Cómo lograrán llevar a cabo sus planes? Tal vez lo sabríamos siguiendo a uno hasta su cueva (o nave espacial) para averiguar sus planes. Pero no creo que nadie tenga las agallas para hacerlo (es más fácil que los mexicanos se unan para erradicar la corrupción, que para seguir a un individuo probablemente siniestro).
En lo personal, prefiero no saber la verdad. Como una vez me dijera Jairo Calixto Albarrán: “Hay puertas que no deben abrirse”.