Milenio Edo de México

Entro como siempre, igual que a una iglesia; santiguánd­ome por el milagro de que todo siga igual en esta vieja y querida esquina mágica

- Arturo Pérez-Reverte*

e escrito alguna vez, me parece, que a Europa no la liquidará el terrorismo, ni la inmigració­n, ni los desastres naturales. Le dará el tiro de gracia el turismo de masas descontrol­ado que arroja, sobre ciudades hechas para otra clase de vida, a decenas de miles de personas —incluidos ustedes y yo— que como plaga de langosta lo arrasan todo a su paso, vomitados a diario por cruceros, transporte­s colectivos y viajes aéreos baratos. Es lo que hay y habrá en el futuro, y no queda sino asumirlo como es. Antes sólo ocurría en ciudades emblemátic­as como París, Roma o Venecia, pero ya nada escapa a la marabunta: Lisboa es cada vez menos antigua y señorial, el centro de Madrid se vuelve intransita­ble, y Sevilla es un delirio callejero donde cada comercio tradiciona­l que cierra, y cada vez son más, reabre en forma de restaurant­e para guiris, tienda de recuerdos o bar de copas.

Pienso en eso paseando por mis lugares habituales de esa ciudad, Sevilla. Pocas me producen tanta felicidad, aún más intensa ahora por sus calles que huelen a azahar y a primavera. El Ayuntamien­to, que tantos disparates perpetra y permite, se ha cargado mi apostadero de siempre al prohibir los veladores en La Campana, esquina a Sierpes; pero todavía me quedan sitios donde ir desde el hotel Colón, que es mi casa: desayuno en Las Piletas, librería San Pablo, Becerra, El Rinconcill­o, Robles, Casa Román. Y por supuesto, Las Teresas: la joya de mi corazón sevillano. Entro, como siempre, igual que a una iglesia; santiguánd­ome por el milagro de que todo siga igual en esa vieja y querida esquina mágica de Santa Cruz, entre fotos de vírgenes y toreros, tapas en la barra, turistas y sobre todo sevillanos de verdad, vecinos, matrimonio­s que todavía vienen paseando tranquilos para tomarse aquí el aperitivo. Mientras lugares como éste sobrevivan, me digo, hay esperanza.

En sitios así me encanta tender la oreja, escuchar conversaci­ones y observar a la gente. De ese modo, mientras despacho unas papas aliñadas y una manzanilla, registro a mi izquierda el diálogo de dos anglosajon­es corpulento­s, grandes como armarios y algo puestos en copas, con los camareros del otro lado de la barra. “¿Tú, de Espania?”, pregunta uno de los guiris; a lo que el camarero, muy torero y metido en guasa, responde: “De donde yo soy es de Marchena”. Vacila el anglo y dice “Drink, drink”. Entonces el camarero señala a otro y apunta: “Aquí el que habla idiomas es mi colega, que es moro”. Y el segundo camarero, que es moro de verdad, se dirige al turista en inglés y francés impecables, recita de corrido en ambas lenguas la lista de bebidas y tapas, que le lleva minuto y medio, y se lo queda mirando. Entonces el armario, con la expresión de una vaca rumiando o un sargento de marines mascando chicle —que son idénticas—, parpadea y dice: “Vino”. Tras lo cual, volviéndos­e hacia el otro camarero, el de Marchena dice: “Acabas de salvar el negocio, compadre”.

Pero lo más divertido lo tengo a la derecha, donde mientras una pareja rubia y joven, de franceses, despacha una ración de jamón y unas cervezas, a su lado viene a situarse uno de esos matrimonio­s sevillanos de toda la vida, vestidos para salir, corbata él, de peluquería ella. Sin que tengan que pedirlo, a los recién llegados les sirven lo de siempre, unos finos y tapita de jamón, y en el acto pegan la hebra con los gabachos como si los conocieran de toda la vida, con esa naturalida­d que sólo es posible en Andalucía. Y la señora, con el mismo desparpajo que si estuviera en la plaza charlando con una vecina, empieza preguntánd­oles cómo está el jamón, y luego si les gusta Sevilla; y después interviene el marido para contarles que hizo la mili en Ceuta y que allí aprendió cinco palabras en francés, y se las dice todas: oui, non, bonjour, bonsoir y comantalev­ú. Y a los cinco minutos están hablándole­s de su hija menor, que estudia Magisterio, y del hijo que es abogado en Madrid, y de la nuera, que les ha salido buena chica. Y los franceses asienten entre amistosos y desconcert­ados, porque todo eso se lo están contando en español y ellos no hablan una palabra del idioma. Y al fin, tras media hora de tertulia unilateral, al despedirse con calurosa efusión como si ya se conocieran de hace años, dice la señora: “Ah. Y no se vayan sin ir a Triana”. Después el matrimonio paga su consumició­n, saluda a los camareros y se marcha del brazo, mientras el francés y la francesa — que no han abierto la boca en todo el rato— se miran, desconcert­ados. Y luego, obedientes, buenos chicos, despliegan sobre el mostrador manchado de vino un plano de la cuidad y se ponen con el dedo a buscar Triana.

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MARIO FUANTOS *Miembro de la Real Academia Española.
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