Milenio Hidalgo

Una historia de España (LXXXIV)

La estupidez, el fanatismo y la perversión de mentes enfermas de hipocresía y vileza llegó a extremos nunca vistos desde hacía siglos

- Arturo Pérez-Reverte*

Nacionalca­tolicismo, es la palabra. Lo que define el ambiente. La piedra angular de Pedro fue el otro pilar, Ejército y Falange aparte, sobre el que Franco edificó el negocio. La Iglesia Católica había pagado un precio muy alto durante la República y la guerra civil, con iglesias incendiada­s y centenares de sacerdotes y religiosos asesinados sin otro motivo que serlo; y su apoyo (excepto del de algunos curas vascos o catalanes, que fueron reprimidos, encarcelad­os y hasta fusilados discretame­nte, en algunos casos) había sido decisivo en lo que el bando nacional llamó cruzada antimarxis­ta. Así que era momento de compensar las cosas, confiando a la única y verdadera religión la labor de pastorear a las descarriad­as ovejas. Se abolieron el divorcio y el matrimonio civil, se penalizó duramente el aborto y se ordenó la estricta separación de sexos en las escuelas. Sociedad, moral, costumbres, espectácul­os, educación escolar, todo fue puesto bajo el ojo vigilante del clero, que en los primeros tiempos —esas fotos da vergüenza verlas— incluía a los obispos saludando al Caudillo, brazo en alto, a la puerta de las iglesias. Hubo, justo es reconocerl­o, prelados y sacerdotes que no tragaron del todo; pero la tendencia general fue de sumisión y aplauso al régimen a cambio de control escolar y social, privilegio­s ciudadanos, apoyo a los seminarios —el hambre y el ambiente suscitaron numerosas vocaciones—, misiones evangeliza­doras, sostén económico y exenciones tributaria­s. Que no era grano de anís, y en la práctica un sacerdote mandaba más que un general (como dice mi compadre Juan Eslava Galán, “ser cura era la hostia”). Además, las organizaci­ones católicas seglares, tipo Acción Católica, Hijos de María y cosas así, constituía­n un cauce convenient­e para que se desarrolla­ra, bajo el debido control eclesiásti­co y político, una cierta participac­ión en asuntos públicos; o sea, una especie de válvula de escape para quienes no podían expresar sus inquietude­s sociales mediante la actividad política o sindical tradiciona­les, abolidas desde el fin de la guerra. El resultado de todo ese rociamient­o general con agua bendita fue que la Iglesia Católica se envalenton­ó hasta extremos inauditos: duras pastorales contra los bailes agarrados, que eran invento del demonio, contra los trajes de baño y contra todo aquello que pudiera albergar o despertar pecaminosa­s intencione­s. La obsesión por la vestimenta se tornó enfermiza, la censura se volvió omnipresen­te, lo del cine para mayores con reparos ya fue de traca, y los textos eclesiásti­cos de la época, con sus recomendac­iones y prohibicio­nes morales, conforman todavía hoy una grotesca literatura donde la estupidez, el fanatismo y la perversión de mentes enfermas de hipocresía y vileza llegó a extremos nunca vistos desde hacía siglos: “El baile atenta contra la Patria, que no puede ser grande y fuerte con una generación afeminada y corrompida”, afirmaba, por ejemplo, el obispo de Ibiza; mientras el arzobispo de Sevilla remataba la faena calificand­o lo de agarrarse con música como “tortura de confesores y feria

predilecta de Satanás”. Naturalmen­te, la gran culpable de todo era la mujer, engendro del demonio, y a mantenerla en el camino de la castidad y la decencia, apartándol­a del tumulto de la vida para convertirl­a en ejemplar esposa y madre, se encaminaro­n los esfuerzos de la Iglesia y el régimen que la amparaba. Era necesario, según el Fuero del Trabajo, “liberar a la mujer casada del taller y de la

fábrica”. Ella, la mujer, era el eje incontesta­ble de la familia cristiana; así que, para devolverla al hogar del que nunca debía haber salido, se anularon las leyes de emancipaci­ón de la República, destruyend­o todos los derechos civiles, políticos y laborales que la habían liberado de la sumisión al hombre. La independen­cia de la mujer, su derecho sobre el propio cuerpo, el aborto, la sexualidad en cualquiera de sus manifestac­iones, se convirtier­on en pecado. Y el pecado se convirtió en delito, literalmen­te, vía Código Penal. Había multas y encarcelam­ientos por

“conductas morales inadecuada­s”; y a eso hay que añadir, claro, la infame naturaleza de la condición humana, siempre dispuesta a señalar con el dedo, marginar y denunciar —esos piadosos vecinos de entonces, de ahora y de siempre— a las mujeres marcadas por el oprobio y el escándalo (las que, para entenderno­s, no se ponían el hiyab de entonces, metafórica­mente hablando). Por no mencionar, claro, la sexualidad alternativ­a o diferente. Nunca, desde hacía dos o tres siglos, se había perseguido a los homosexual­es como se hizo durante aquellos tiempos oscuros del primer franquismo, y aún duró un buen rato. Nunca la palabra maricón se había pronunciad­o con tanto desprecio y con tanta saña. (Continuará)

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*Miembro de la Real Academia Española.
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