De cómo se espió a la oposición
La reunión tuvo lugar en la oficina más importante de la Procuraduría. Varios funcionarios de primer nivel —al día de hoy se desconoce si directamente autorizados por el Presidente— acordaron la estrategia. Utilizarían todas las herramientas posibles, e ilegales, para interceptar las comunicaciones de la oposición.
La idea era sencilla: intervenir teléfonos y conseguir documentos. Saber todo. Desde estrategias de campaña hasta estrategias legislativas. Espiar a los otros para estar un paso adelante en las discusiones del siguiente periodo ordinario. Espiar a los otros para tener ventaja rumbo a la elección presidencial. Tener el control.
Se decidió que el hombre de confianza de la Procuraduría supervisaría todo y se encargaría de ejecutar el plan, de los resultados y de evitar que se filtrara lo que hacía.
Pero las acciones fueron tan descaradas que un año más tarde la prensa logró documentar todo y alertar a la población de algo que parecía increíble pero que resultó cierto: el gobierno había espiado a sus opositores.
La nota fue negada de inmediato por los involucrados. El gobierno le dijo a los editores responsables que se retractaran de tales afirmaciones. El propio Presidente dijo que no era corrupto, pero al mismo tiempo trató de interferir con la investigación.
Lo hizo porque estaba enojado. ¿Quiénes eran los ciudadanos para cuestionarlo? Tenía el apoyo del partido y con eso se creía invencible.
Una vez que la mentira se volvió insostenible, hasta el partido abandonó al Presidente. La Procuraduría ordenó una investigación independiente que comprobó el espionaje y el intento de encubrimiento.
El Presidente terminó por renunciar y cayó en desgracia. Fue el primero en la historia en abandonar el cargo por cometer un delito. Así de grave era el asunto.
Pero esta no es la historia de Enrique Peña Nieto, Pegasus, la PGR y el PAN. Es la de Watergate, el mayor escándalo estadunidense del siglo XX.
La versión mexicana seguro tendrá un final distinto. Uno sin consecuencias.