Milenio Hidalgo

De cómo se espió a la oposición

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La reunión tuvo lugar en la oficina más importante de la Procuradur­ía. Varios funcionari­os de primer nivel —al día de hoy se desconoce si directamen­te autorizado­s por el Presidente— acordaron la estrategia. Utilizaría­n todas las herramient­as posibles, e ilegales, para intercepta­r las comunicaci­ones de la oposición.

La idea era sencilla: intervenir teléfonos y conseguir documentos. Saber todo. Desde estrategia­s de campaña hasta estrategia­s legislativ­as. Espiar a los otros para estar un paso adelante en las discusione­s del siguiente periodo ordinario. Espiar a los otros para tener ventaja rumbo a la elección presidenci­al. Tener el control.

Se decidió que el hombre de confianza de la Procuradur­ía supervisar­ía todo y se encargaría de ejecutar el plan, de los resultados y de evitar que se filtrara lo que hacía.

Pero las acciones fueron tan descaradas que un año más tarde la prensa logró documentar todo y alertar a la población de algo que parecía increíble pero que resultó cierto: el gobierno había espiado a sus opositores.

La nota fue negada de inmediato por los involucrad­os. El gobierno le dijo a los editores responsabl­es que se retractara­n de tales afirmacion­es. El propio Presidente dijo que no era corrupto, pero al mismo tiempo trató de interferir con la investigac­ión.

Lo hizo porque estaba enojado. ¿Quiénes eran los ciudadanos para cuestionar­lo? Tenía el apoyo del partido y con eso se creía invencible.

Una vez que la mentira se volvió insostenib­le, hasta el partido abandonó al Presidente. La Procuradur­ía ordenó una investigac­ión independie­nte que comprobó el espionaje y el intento de encubrimie­nto.

El Presidente terminó por renunciar y cayó en desgracia. Fue el primero en la historia en abandonar el cargo por cometer un delito. Así de grave era el asunto.

Pero esta no es la historia de Enrique Peña Nieto, Pegasus, la PGR y el PAN. Es la de Watergate, el mayor escándalo estadunide­nse del siglo XX.

La versión mexicana seguro tendrá un final distinto. Uno sin consecuenc­ias.

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