Vamos, ahora sí, a espiar a los periodistas
En Cuba y Corea del Norte y, de manera creciente, en Venezuela, Turquía y Rusia los críticos no imaginan siquiera la posibilidad de poder expresarse: sus voces son acalladas desde un primer momento
La primera pregunta que uno podría hacerse sobre la existencia de una trama gubernamental dedicada al espionaje de periodistas es, ¿para qué? ¿Por qué tendrían las autoridades federales que enterarse de las conversaciones privadas, negocios personales o acuerdos particulares que pudiera tener tal o cual informador excepto, ahí sí, para descubrir sus posibles colusiones con alguna organización criminal? ¿Qué interés habría en contar con información privilegiada? ¿Se usarían los informes más incomodadores para, llegado el caso, chantajear al implicado y forzarlo, por ejemplo, a no revelar los resultados de una investigación? ¿Se aseguraría así —bajo la amenaza de revelar la existencia de una relación amorosa oculta, de una irresponsable travesura o, peor aún, de una ilegalidad— la debida adhesión de un personaje que, a partir de una muy oportuna advertencia, se dedicaría a proclamar, a perpetuidad, las bondades del “sistema”?
Pues, miren ustedes, eso ya ocurre en países como Cuba y Corea del Norte y, de manera creciente, en Venezuela, Turquía y Rusia. Y, no hay, en esas naciones, necesidad alguna de espiar al posible disidente: bastaría con que el articulista expusiera alguna opinión contraria a los intereses de los gobernantes o con que publicara los resultados de comprometedoras investigaciones para que el aparato del Estado represor se pusiera en marcha. Pero, ni eso. No se llega a esas instancias, nada de eso ocurre. Los críticos no imaginan siquiera la posibilidad de poder expresarse: sus voces son acalladas desde un primer momento y la existencia misma de medios de prensa opositores es imposible en los primeros dos de los antedichos países. ¿Alguien habrá visto, en la prensa cubana, alguna nota periodística mínimamente parecida a cualesquiera de las que se publican a diario en México para cuestionar al presidente de la República, si no es que para denostarlo abiertamente? ¿Hubo algún columnista que se atreviera, en algún periódico de la isla, a decir que Fidel Castro era un dictador, que millones de sus conciudadanos vivían en la más desesperante pobreza y que tendrían que celebrarse elecciones democráticas con partidos políticos de distintas ideologías? ¿No hay también muchos periodistas encarcelados en Turquía, acusados de colaborar con organizaciones enemigas del Estado? ¿No ha emprendido Nicolás Maduro una operación de acoso y derribo en contra de los medios independientes de su país?
La situación es muy diferente en estos pagos. Aquí, periodistas como Carmen Aristegui, Carlos Loret de Mola, Raymundo Riva Palacio, Ciro Gómez Leyva o Carlos Ramírez, por mencionar algunos nombres solamente, escriben y dicen lo que les da la gana, cada día, semana tras semana. Y, si el supremo Gobierno hubiere implementado ya una maniobra de calculada intimidación basada en tareas de espionaje, pues, caramba, hay que reconocer que no ha funcionado en lo absoluto. Por ahí, los abochornantes intercambios de un comunicador con su amante, desvelados luego de que fueran grabadas clandestinamente sus conversaciones, llevaron a que la empresa de medios para la que trabajaba rescindiera su contrato laboral. Se invocaron los valores “éticos” de la corporación, o algo así. El hombre era muy crítico con Enrique Peña, es cierto. Pero, ¿el Gobierno fue el que pinchó su línea telefónica —justamente, para deshacerse de una voz incómoda— y el que difundió intencionadamente la grabación? Es difícil saberlo, señoras y señores. Y, en todo caso, muchos otros personajes de nuestra vida pública se han visto afectados por tan abusiva y escandalosa práctica, desde gobernadores hasta empresarios, pasando por políticos de todo pelaje y líderes sindicales.
Pues bien, esto, lo de que cualquier ciudadano pueda ser espiado y de que conversaciones suyas perfectamente privadas salgan a la luz pública, esto es lo que debiera preocuparnos de verdad. Sin embargo, no es un procedimiento nuevo ni reciente. Es más, el respetable público, sediento de sabrosos entretenimientos, ha celebrado las intrusiones cuando consideraba que los implicados las merecían, por impopulares, por odiosos o por corruptos.
De pronto, entramos en otra dimensión: hoy, el aparato gubernamental está bajo la acusación de haber adquirido un software —de venta restringida y para uso exclusivo de organismos oficiales— con el que puede espiar a sus ciudadanos. Uno pensaría, ante el espeluznante problema de la delincuencia que afrontamos en este país, que esa compra se justifica, más allá de la posible ilegalidad de inmiscuirte en las comunicaciones del secuestrador que le acaba de cercenar un dedo a un chico. Pero, quienes terminaron por ser los primerísimos agraviados fueron los miembros de nuestra prensa libre. Lo que son las cosas, oigan…
Aquí, comunicadores como Carmen Aristegui, Carlos Loret de Mola, Raymundo Riva Palacio, Ciro Gómez Leyva o Carlos Ramírez escriben y dicen lo que les da la gana, cada día, semana tras semana