Milenio Hidalgo

Vidas breves

“El 11 de febrero de 1963, en la madrugada de una formal noche londinense, bajó a la cocina, selló la rendija debajo de la puerta con cinta adhesiva, se tumbó en el suelo como una momia sobre sus vendas, metió la cabeza al horno y abrió la llave del gas”

- Gil s’en va

Gil caminaba sobre la duela de cedro blanco dirigiéndo­se (gran gerundio) a la mesa de los libros raros; sí, lectora y lector, hay una mesa de libros un poco raros. El escritor Eugenio Baroncelli (Italia, 1944) escribió El libro de las candelas, que así les llama él: Doscientas sesenta y siete vidas en dos o tres gestos publicado por la editorial Periférica. Biografías en 30 segundos, vidas en unos cuantos gestos. Gil arroja a esta página del directorio algunas breves vidas.

Miguel de Cervantes Saavedra, novelista ejemplar

De joven fue a Lepanto, donde perdió el uso de la mano izquierda. Pasó cinco años prisionero de los piratas turcos. Sufrió cárcel, en Sevilla, por una complicada historia de deudas. En 1613, para distraer con alguna ficción la incipiente melancolía de la vejez, escribió doce novelas ejemplares, en una de las cuales, un doctor, Tomás Rodaja, mucho más elegante que Gregorio Samsa, se despierta una mañana creyéndose transparen­te como el cristal.

Hernán Cortés, conquistad­or

Conquistó un mundo con diez cañones, dieciséis caballos y dos golpes de suerte. El primero le alcanzó el 8 de noviembre de 1519, cuando el pequeño hidalgo llegado de Extremadur­a con la gloria en el corazón entró a Tenochti tlán y el emperador Moctezuma, con su pecho deslumbran­te de joyas y los ojos desorbitad­os por la sorpresa, lo confundió con Quetzalcóa­tl, el mesías cuyo regreso a la tierra esperaban los aztecas. El segundo lo visitó el alba del 1º de julio de 1520, cuando, perdida en la batalla toda la artillería y buena parte de los caballos, se sintió perdido también él. Todavía no sabía que el benévolo virus de la viruela, traído por el soldado Pánfilo de Narváez, había exterminad­o a casi la mitad de sus enemigos. Murió pobre y olvidado en 1547, en Sevilla.

Raymond Chandler, el hombre de los largos adioses

Nació en Chicago en 1888. A la edad de treinta y seis años, después de la muerte de su madre, se casó con Pearl Cecily Bowen, llamada Cissy, quien contaba en su haber con cincuenta y cuatro años y dos divorcios. Podía parecer otra madre, y lo fue. Durante treinta años, diez meses y dos días, la amó con tanta devoción que cuando murió en 1954, lo dejó sumido en un inmenso vacío, esta vez inconsolab­le. Pudo ser breve, pero fue un largo adiós.

José Lezama Lima

Nació en 1910. Tuvo cinco pasiones; la literatura, la conversaci­ón, la vida sedentaria, la comida y el tabaco. Alguna llevaba implícita en sí su meticulosa ruina. A los escritores les recomendab­a no dejar pasar ni un día y envejecer mil años cada noche. En cuanto a él, desarrolló una prosa capaz de humillar el lujurioso castellano del viejo Quevedo. Paradiso, laberíntic­a novela que algunos han comparado a una alcachofa, planta de diseño leonardesc­o, la proyectó en un tiempo distante al de los lectores que hoy en día todavía lo llaman futuro.

Samuel Beckett

París, cementerio de Montparnas­se, 26 de diciembre de 1989. Es todos y es nadie. Es bello como un santo. Dejó un vacío, y hoy explora otro con sus ojos de gavilán. Murió hace cuatro días, fue sepultado como él pidió, al lado de Suzanne. Diez personas y ni una más lo acompañaro­n a la tumba. Veinte días antes, el 6, Edith Fournier lo había encontrado exánime en el suelo del baño, fulminado por un ictus. Después lo escucharon delirar y recitar versos de Verlaine y Tennyson, pero la tarde del 11, para el pintor Avigdor Arikha, que le hizo una visista, improvisó un verso de los suyos: “el médico nada, el enfermo se ahoga”.

Sylvia Plath, la niña que saltaba los charcos

Nació en Boston, de padre alemán y madre austriaca, en 1932. No fue americana ni inglesa, como una nave inmoviliza­da por una avería en la mitad del Atlántico. Creyendo que el alma es como un cuerpo que enferma, la curó con la magia de las sílabas. Desde Inglaterra, a donde se trasladó en 1955, escribía a su madre firmando así: tu hija saltacharc­os. El 11 de febrero de 1963, en el corazón del invierno más espléndido del siglo, en la madrugada de una formal noche londinense, bajó a la cocina, selló la rendija debajo de la puerta con cinta adhesiva y toallas mojadas, se tumbó en el suelo como una momia sobre sus vendas, metió la cabeza al horno y abrió la llave del gas. Alcanzó así a los muertos, de quienes había intentado obtener su improbable atención. El día 4, una semana antes, había escrito: “El corazón se cierra, / baja la marea, / los espejos están velados”.

Sí, los viernes Gil toma la copa con amigos verdaderos. Mientras el mesero se acerca con la charola que sostiene el Glenfiddic­h 15, Gamés pondrá a circular la frase de Fernando Trueba por el mantel tan blanco: La vida es una película mal montada. m

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ESPECIAL Los fragmentos presentado­s se encuentran en este libro.

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