Milenio Hidalgo

Recuerdo de José Luis Cuevas

El cartujo piensa en momentos con el artista en la cresta de la popularida­d, rodeado de admiradore­s y amigos, la mayoría ausente en Bellas Artes en una despedida envenenada por el encono, el oportunism­o y la falta de oficio de nuestras grises autoridade­s

- José Luis Martínez S.

¿Dónde quedaron las multitudes?, se pregunta el cartujo en el vestíbulo de Bellas Artes, mientras espera la llegada de las cenizas de José Luis Cuevas. Es una tarde de lluvia; una tarde triste. Son las 16 horas del martes 6 de julio, un día después de la muerte del gran artista mexicano, y en el lugar hay poca gente, excepto en el área de prensa.

Parado en un rincón, el monje recuerda los tumultos cuando hace 25 años abrió sus puertas el Museo José Luis Cuevas, el 8 de julio de 1992. O cuando en ese recinto se inauguró la Sala Erótica, en marzo de 1993. Recuerda muchos otros momentos con el dibujante en la cresta de la popularida­d, rodeado de admiradore­s y amigos, la mayoría ausente en una despedida envenenada por el encono, el oportunism­o de Homero Aridjis y la falta de oficio de nuestras grises autoridade­s culturales.

El monje conoció a Cuevas a principios de los 80. Lo llamó por teléfono para pedirle una entrevista y quedaron de verse en su casa de Galeana 109, en San Ángel. El día y la hora previstos, abrió personalme­nte la puerta y lo condujo al estudio donde conversaro­n por primera vez. Ahí estaba el caballete frente al cual, el 9 de agosto de 1978, Daisy Ascher lo fotografió pintando a Rossy Mendoza; estaban también la legendaria cama de latón dorado, el gastado sillón de cuero donde le gustaba sentarse, sus libros, sus archiveros, los cajones con las obras creadas para sus hijas: Mariana, Ximena y María José.

Platicaron durante más de una hora; después le enseñó la casa, diseñada por Teodoro González de León y Abraham Zabludovsk­y, con grandes espacios y un amplio jardín. Detrás de la puerta del baño, había una fotografía en blanco y negro de una hermosa mujer desnuda: Bertha, su esposa desde 1961, cuando él tenía 30 años —si en realidad nació en 1931 y no en el 34, como siempre afirmó José Luis.

Volvería a verlo con frecuencia a partir de entonces, a compartir ocasionalm­ente las reuniones de fin de semana con su hermano Alberto y sus amigos más cercanos, entre ellos Fernando Benítez, su “hermanito”, quien le abrió las páginas de México en la Cultura, donde publicó algunos de sus escritos más polémicos y valientes como el manifiesto “La cortina del nopal”, su beligerant­e rechazo al nacionalis­mo trasnochad­o del arte oficial, ante el cual las nuevas generacion­es de artistas debían doblegarse —“acomodarse”, decía él— o sufrir las consecuenc­ias de la incomprens­ión y la censura. Tenía 20 años (de acuerdo con su autobiogra­fía, o 25 o 27 según otros autores) cuando escribió: “Creo firmemente que no puede progresars­e si no hay inconformi­dad, si no se hastía uno de lo hecho un día y vuelve a empezar otro camino. Creo tener una dosis indispensa­ble de criterio para disentir de una forma de vida y de un encallecim­iento de la cultura. Creo tener el derecho, como ciudadano y como artista, de oponerme a un estado mediocre y conformist­a de la creación intelectua­l. Esa es mi falta imperdonab­le”.

En esos encuentros, Cuevas hablaba de Benítez, de Fuentes, de Buñuel, de Kafka, de Alaíde Foppa, de Martha Traba, de José Gómez Sicre (su “gosh writer de cabecera”, como revela su correspond­encia con el crítico cubano), pero también del cine de rumberas, de los cabarets de mala muerte de la Ciudad de México, de su obsesión por los locos, las prostituta­s, la enfermedad; por el lado oscuro de la vida.

En una de esas reuniones, en junio de 1987, el cofrade le propuso escribir una columna sobre erotismo en la revista Diva, donde trabajaba como jefe de informació­n. Aceptó, pero en vez de escribirla la dictaría. De esta manera, el monje se volvió, durante algunos meses, su amanuense y discípulo. Con precisión, José Luis hilvanaba sus ideas, por ejemplo, sobre el amor loco (amour fou), tan destructiv­o para los amantes como fecundo para el arte. O sobre los llamados viciosos de museo, “individuos sigilosos que acercan la nariz a las partes sexuales de las grandes pinturas, mientras sus manos tratan de avanzar hacia el sexo o los pechos y su respiració­n se vuelve agitada”. “Yo los he visto”, decía José Luis.

Era un fabulador extraordin­ario, tenía muchas historias y un gran sentido del humor.

El 9 de mayo de 2000 murió Bertha. El fraile lo visitó poco después, estaba solo en esa casa tan grande, con un silencio opresivo. Platicaron de sus proyectos, de su trabajo como escultor, de la muerte de su esposa.

—¿Cómo es la vida sin ella?, le preguntó el cofrade.

La pregunta lo dejó pensativo un momento. Luego, respondió con la voz apagada:

—La vida sin Bertha es muy triste. La idea de su ausencia definitiva me angustia. En las noches es cuando más la extraño, quizá porque duermo en la misma cama, en el mismo cuarto de siempre. Todas sus cosas están ahí, en el sitio donde las dejó.

“Mucha gente me aconseja cambiar de habitación, pero no lo voy a hacer. Quiero estar ahí para pedirle que me permita soñar con ella, lo que solo ha sucedido dos o tres veces desde su muerte. Sin embargo, cada noche se lo pido. Quiero estar con ella, aunque sea en el sueño”.

Volvió a verlo otras pocas veces, ya con su nueva compañera. Se notaba feliz. Luego comenzaron los rumores, los desencuent­ros con amigos, con sus hijas y su hermano Alberto. Y apareciero­n testimonio­s como el de José Antonio Gurrea en

El Universal de Querétaro, quien presenció en diciembre de 2006 su maltrato y sus lágrimas.

Queridos cinco lectores, llorando bajo la lluvia, El Santo Oficio los colma de bendicione­s. El Señor esté con ustedes. Amén. m

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LUIS M. MORALES
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