¿Insatisfechos? Pues sí, mucho…
¿Qué tan descontentos estábamos los mexicanos bajo la égida del Partido Revolucionario Institucional? Digo, en los tiempos del antiguo régimen nunca ganaba la oposición, hubo un momento (1976) en que ni siquiera se presentó otro candidato para competir en las elecciones presidenciales, los periódicos te machacaban imparablemente con las frases que profería el líder supremo, personajes de la talla de un David Alfaro Siqueiros llegaron a estar en la cárcel, la economía estaba totalmente controlada por un Estado acaparador, no había libertad de expresión (tampoco lugar para el humor: ningún comediante podía esbozar la más mínima broma sobre la figura del Señor Presidente de la República, bajo pena de afrontar un despido fulminante), las noticias las difundía una cadena te- levisiva declaradamente subordinada al Gobierno, en fin, el aparato gubernamental controlaba la práctica totalidad de la vida pública y, lo peor, se entrometía inclusive en los usos privados al exigir la adhesión de los ciudadanos a sus ridículos rituales y humillantes prácticas.
Desde luego que las sociedades van evolucionando con el paso del tiempo, a pesar de que en ocasiones pareciera que la marcha es hacia atrás (ahí tenemos al inefable Trump, para mayores señas): por ello mismo, la cultura política de los mexicanos, hoy día, es incomparablemente más adelantada. Pero, de manera paralela, los niveles de enojo e insatisfacción que observamos no parecieran guardar una relación ni lejanamente directa con la realidad de los cambios que nuestro sistema democrático ha experimentado en las últimas décadas y que debieran merecer, creo yo, un mínimo reconocimiento por parte de quienes se han beneficiado de las transformaciones.
¿Qué está pasando? El problema, en parte, resulta de un fenómeno consignado por Ricardo Lagos, el ex presidente socialista chileno, en una entrevista al diario El País: por un lado, los jóvenes latinoamericanos no guardan memoria de aquellas épocas en que los regímenes autoritarios suprimían las libertades. Y, en segundo lugar, satisfacer a las nuevas clases medias de nuestras sociedades es muy caro: sus exigencias son complejas de origen (aunque su disposición a la crítica, por lo visto, es total).
Naturalmente, estaríamos mucho menos enfadados si no hubiera tanta corrupción. ¿En verdad es tan costoso combatirla?