La hija del monstruo
La historia de Svetlana es una tragedia, con un padre frío, cruel, inaccesible. A su primer novio y amante, Stalin lo exilió en Siberia. Cuando se casó, no quiso conocer a su marido por ser judío
El cartujo observa la fotografía: un hombre de mediana edad, con austera ropa castrense y un poderoso bigote, mira y abraza a una niña. Sus ojos están fijos en ella, con alegría contenida. Ella sonríe a la cámara. Tiene nueve años —han transcurrido tres desde la muerte de su madre, sombría, severa, poco dada a las caricias. Tiene un hermano cinco años más grande, pero ella es la consentida de su padre. La llaman “la princesa del Kremlin”.
La portada de La hija de Stalin (Debate, 2017), de Rosemary Sullivan, muestra un fragmento de esa imagen, con esa niña feliz —Svetlana—, con quien Stalin compartía juegos, cartas, paseos, películas —las favoritas de él eran los wésterns y las de Charlie Chaplin, excepto El gran
dictador, prohibida en la URSS. “Esos son los años que me dejaron con el recuerdo de que él me quería y trataba de ser un padre para mí y criarme lo mejor que pudiera”, escribiría Svetlana, con inevitable nostalgia.
Svetlana vivía en un mundo de fantasía, rodeada de parientes y amigos cariñosos, dice Sullivan. Pero en ese mundo fueron apareciendo grietas por las cuales comenzó a asomarse la realidad. Estudiaba inglés y leía revistas estadunidenses e inglesas, en una de ellas se hablaba del suicidio de su madre, la noche del 8 de noviembre de 1932. No lo sabía. Para ella su madre había muerto de peritonitis. Le preguntó a su abuela materna y le confirmó la información. Tenía 16 años, se sentía traicionada, enojada. “Y dirigió ese enojo ante su padre. Sabía cómo podía ser. Lo había visto volverse malvado y hasta brutal. Estaba segura de que había sido su crueldad lo que empujó a su madre al suicidio”.
Durante el Gran Terror, en la segunda mitad de los años 1930, entre los prisioneros, exiliados y ejecutados estuvieron familiares de la esposa de Stalin, Nadia Allilúieva. Sin poderse explicar el motivo, Svetlana de pronto dejaba de verlos. “Formaban un círculo que brotó alrededor de mi madre y desapareció poco después de su muerte, al principio no tan rápido, pero al final irrevocablemente”, escribió en su libro Rusia, mi padre y yo.
La historia de Svetlana es una tragedia, con un padre frío, cruel, inaccesible. A su primer novio y amante, lo exilió en Siberia. Cuando se casó, no quiso conocer a su marido por ser judío. Entre Stalin y ella se fue abriendo un abismo.
La vida sentimental de Svetlana fue una búsqueda tan constante como infructuosa de la felicidad: en la URSS se casó cuatro veces, tuvo cuatro amantes y dos hijos: Iosef y Katia, a quienes abandonaría en 1967, cuando decidió huir a Occidente para escapar de la sombra larga y siniestra de su padre.
Soledad en el Olimpo
El 5 de marzo de 1952, a las 21:50, después de una larga agonía, murió Iósif Stalin, el Mariscal. Svetlana fue la única de su familia en acompañarlo, sumida en un mar de “emociones fuertes y contradictorias”. Se sintió culpable al verlo en su lecho de muerte y escribió: “Fui más extraña que una hija, y nunca un auxilio a este espíritu solitario, a este viejo enfermo, cuando lo dejaron completamente solo en su Olimpo”.
El 25 de febrero de 1956, Nikita Khrushchov, nombrado primer secretario del Partido Comunista de la Unión Soviética en 1953, pronunció el “Discurso secreto” más publicitado de la historia. En él hacía un recuento de los crímenes de Stalin, lo retrataba como un dictador implacable, desalmado, engreído. Svetlana lo escuchó despavorida. Todo era verdad.
“Aterrada de que la identificaran con su padre y la odiaran, Sevetlana se autoimpuso el aislamiento. Ni siquiera buscó el consuelo de su familia. Se enteraron de la denuncia de Stalin al leer los reportes del discurso de Khrushchov en el periódico”, escribe Rosemary Sullivan.
Algunos de sus amigos dejaron de hablarle, otros trataron de mostrarse solidarios. Ella se sentía sola, abrumada por su linaje. En diciembre de 1957 decidió cambiarse el apellido, dejar el Stálina y adoptar el de su madre: Allilúieva. “Dijo que el sonido metálico de Stalin le laceraba el corazón”, escribe Sullivan.
La vida en ninguna parte
En 1963 comenzó a vivir en unión libre con el indio Brajesh Singh; ellos querían casarse, pero las autoridades no lo permitieron. Él murió en 1966 y al año siguiente Svetlana consiguió la autorización para viajar a la India y depositar sus cenizas en el Ganges. Fue la oportunidad para escapar de un país donde era considerada propiedad estatal.
El 7 de marzo de 1967 llegó en un taxi a la embajada de Estados Unidos en Nueva Delhi. En un episodio de película, con apoyo del personal diplomático, voló a Roma, luego a Suiza. Por fin, el 21 de abril llegó a Estados Unidos, donde se publicaría su libro Rusia, mi padre y yo, escrito como un epistolario.
En 1970 se casó con Wesley Peters, con quien tuvo a su hija Olga en 1971, a los 45 años. Fue un matrimonio breve; al divorciarse, en 1972, ella aumentaría en tres el número de sus amantes. No le gustaba estar sola, quería sentirse protegida y lograr lo imposible: una vida normal. Por eso comenzó a llamarse Lana Peters, por eso se cambiaba constantemente de domicilio e incluso regresó a la Unión Soviética en 1984, solo para volver a huir. “Llegaría a llamarse a sí misma una gitana —escribe Sullivan—. La hija de Stalin, siempre viviendo a la sombra del nombre de su padre, nunca encontraría un lugar seguro para aterrizar”.
Murió el 22 de noviembre de 2011, a los 85 años. Olga depositó sus cenizas en el océano Pacífico. Para todos sigue siendo “la hija de Stalin”.
Queridos cinco lectores, El Santo Oficio los colma de bendiciones. El Señor esté con ustedes. Amén.