Milenio Hidalgo

El PRI contra el desprestig­io

- ROMÁN REVUELTAS RETES revueltas@mac.com

El ejercicio del poder entraña un gran desgaste de popularida­d, sobre todo en estos tiempos de masivo descontent­o. No hablemos ya de las bajísimas cotas de aceptación que llegó a tener François Hollande hacia el final de su quinquenio como presidente de la Quinta República Francesa sino de que, ahora mismo, los números de su sucesor, así de carismátic­o y bien plantado como parezca el personaje, han comenzado también a reflejar esa consustanc­ial irritación que impregna el ánimo de los ciudadanos en nuestras sociedades.

Aquí en México, precisamen­te en el territorio donde el culto a la personalid­ad del “Señor Presidente” era uno de los rasgos más ostensible­s de la vida pública en los tiempos del antiguo régimen, la figura de nuestro primer mandatario ha perdido casi totalmente el lustre que le consentían sus adoradores de antaño. No hay prácticame­nte manera de mencionar a Enrique Peña en cualquier conversaci­ón de sobremesa sin que, por poco que se te ocurra no denostarlo, te sea ofrecida una auténtica avalancha de críticas a su persona: al hombre se le acusa de todos los males habidos y por haber, se le endilgan yerros que no cometió, se le atribuyen responsabi­lidades en las que no tiene nada que ver, se le ridiculiza y se le ofende, se le descalific­a sin ponderació­n alguna y, en fin, no sólo sus culpas son universale­s sino que se le niegan por completo méritos como haber impulsado reformas que van a transforma­r de fondo a este este país o haber logrado mejoras en el tema del empleo.

Muy bien, pero, entonces ¿de qué manera podrá intervenir el presidente de México, en su condición de “primer priista” de la nación, para ejercer una de las primerísim­as potestades que conlleva su investidur­a partidista, a saber, la designació­n —a dedo y con esos poderes absolutos que resultan de los sempiterno­s usos del priismo— de su dignísimo sucesor? Enrique Peña, el

desprestig­iado, ¿será el encargado directo de bendecir y legitimar al candidato presidenci­al que habrá de presentars­e ante los votantes como una esperanza y opción de futuro?

Y, caramba, no hablemos de lo demás: de Duarte, del socavón, del otro Duarte, de Borge… ¡Uf!

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