Un presidente inconveniente
En cuatro días, Donald Trump tuvo tres respuestas distintas para lo ocurrido el fin de semana pasado en Charlottesville, Virginia. ¿Condena la violencia provocada por supremacistas blancos?, le preguntaron a Trump. Su primera reacción llegó casi por impulso y desató la peor crisis política en lo que va de su joven y atropellada administración. En un mensaje improvisado, Trump reprobó genéricamente los hechos, pero lo hizo presentando una falsa equivalencia entre quienes promueven el racismo y quienes rechazan expresiones inspiradas en la ignorancia y el odio. “La violencia vino de varios lados, de varios lados”, acusó el mandatario.
Dos días más tarde, Trump volvió a in- tentarlo. Lo hizo siguiendo un guión en el que, obligado por la crítica a su mensaje original, el presidente condenó por nombre a los grupos que incitaron a la violencia. Esa disciplina no duró mucho. Apenas 24 horas después, en un acalorado encuentro con reporteros, Trump volvió a mostrar su lado oscuro. La ambigüedad moral que el presidente ha exhibido en estos días es reveladora, pero no sorprendente.
El camino hasta Charlottesville comenzó años antes de que Trump llegara a la Casa Blanca. La elección de Barack Obama, el primer presidente afroamericano en la historia de Estados Unidos en 2008, su progresismo y los efectos de la peor recesión económica en más de un siglo son elementos que conspiraron para el resurgimiento de los grupos de odio que se manifestaron en Virginia. La campaña de Trump capitalizó ese odio y su victoria electoral ha magnificado su efecto.
La presidencia es, sobre todo, un ejercicio de liderazgo moral. Hay quienes atesoran la oportunidad de ejercerlo y hay quienes, como Trump, abdican a esa responsabilidad. Al hacerlo, Trump atenta contra los principios fundacionales de la nación que representa y actúa en contrasentido a la promesa central de su campaña. Promover el racismo y la violencia no lograrán que América vuelva a ser grandiosa, solo terminarán por fracturarla.