A buscar ballenas y peces a mitad de la noche
Existen muchísimas razones diferentes por las que la gente se acerca a un libro; van desde las más prácticas y puntuales –obtener un dato- a las más radicales y extremas –cuando alguien espera que le cambie la vida-. Hay un abismo entre un manual de construcción y el engaño flagrante de los textos de autosuperación. Pero a fin de cuentas cada persona elige en dónde y en quién depositar su confianza.
Pero con la literatura es muy diferente, dado que no se produce pensando en que cumplirá una función utilitaria en el lector ni tampoco con la arrogancia de esperar que su contenido logre redirigir la vida de alguien; vamos, que la literatura no está ahí para ofrecer lecciones –una de las preguntas más frecuentes que hacen todos aquellos distantes a los libros-. Sus pretensiones son mucho más modestas y en un primer estadio se concentra en dejar medianamente complacido al intrépido que ha emprendido la osadía de escribir. De base, el autor no debe intentar dejar satisfecho a nadie más que a sí mismo. Todo lo demás escapa de su control.
Esta circunstancia se potencia cuando nos adentramos en la poesía; un recurso escritural que requiere absolutamente de las entrañas de quién la produce –más allá de que se halle también observando al mundo y sus cosas-. Todo ello se hace más que evidente en una recopilación de libros, tal como lo es Como un pez rojo, editado por la Universidad Autónoma Metropolitana, cuyo subtítulo nos revela que Juan Manuel Gómez es alguien que lleva puntualmente la escritura de diarios de creación a los que se ha llamado
Cuadernos de navegación, en una franca alusión marinera.
Pero regreso a los motivos para aproximarse a un libro, porque la poesía es especial y celosa. Está en su naturaleza el anhelo de ofrecer una experiencia memorable, una experiencia sensible que vaya más allá de las meras explicaciones lógicas. Uno busca hallar en cada obra detalles que se queden en la memoria y que no se vayan nunca, cifrados ahí a través de palabras y frases conmovedoras.
Mi deseo es que pase el tiempo y que cuando me pregunten lo que me parece relevante de Como un pez rojo siga ahí como una huella indeleble. Porque ahora, al concluir su lectura, encuentro varias cosas que se quedarán para siempre acompañando a un sencillo brote memorioso y memorable. Vayamos pues por partes. En primer lugar debo decir que Como
un pez rojo es un libro que me ha hecho fascinarme con la niebla. Será que siempre está ahí y casi nunca la miramos a través de los ojos del poeta. Desde hace una semana me da vueltas una frase impecable y atrayente: “De la niebla aprendí/ Que el mundo merece un jardín”. Y poco más adelante Juan Manuel acomete de nuevo: “El sol se va/ derrotado/ tras luchar la tarde entera/ contra la niebla”. Ahí podemos entrar en otra dimensión, fundirnos con aquella nebulosa entidad y fingir que somos otros. La lectura y los libros nos llevan a establecer conexiones extrañas que se disfrutan mucho y que para uno tienen total sentido. Tal vez no tengan una lógica clara, pero se trata del milagro del arte. Regreso a ese: “De la niebla aprendí/ Que el mundo merece un jardín” y me remonto a una entrada inmortal y de sobra conocida: “Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento,
el Coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo”.
Porque la literatura no es sino una forma permanente de descubrimiento. Un hombre recuerda la primera vez que vio el hielo y otro hombre, acostumbrado a una ciudad fría, revalora la niebla, es consciente de su presencia y de su belleza.
Pero Como un pez rojo no es sólo eso, porque no se trata de un solo libro sino de 7 que se han reunido para dar cuenta de más de 20 años de escritura disciplinada y perseverante. Se trata en más de un sentido de un inmenso viaje que va de la evocación de la infancia a explorar las montañas canadienses para reordenar, rodeado de naturaleza, lo que se ha escrito y se ha vivido previamente.
Juan Manuel Gómez da cuenta de su incursión hacía lugares remotos tanto como se remonta a una infancia que se ha ido y en la que la figura del abuelo es ya irrecuperable. Ha conseguido compendiar un periplo que inició editorialmente en 1996 con la publicación de los primeros
3 cuadernos de navegación. Desde entonces no ha parado. En un momento lo encontramos en América del norte: “La madrugada en Brooklyn/ los muelles solide tarios/ tu cara y las luces ESPECIAL Manhattan” y luego levantando su bitácora desde Punta Arenas en Chile: “¿Qué vine a hacer yo a Tierra del Fuego?/ ¿Por qué el estrecho de Magallanes resultó ser el lugar elegido?”. Es entonces cuando llegamos a un punto medular. Cuando me pregunten qué contiene Como un pez rojo puedo contestar que en su interior
habita El libro de las ballenas. Un hermoso recuento de su pasión por estos enormes cetáceos en el que se permite recrearlos mediante una inmensa atracción también por el mar. Por supuesto que Gómez debía mencionar a Melville y su Moby Dick, pero su repaso lo lleva hasta los antiguos cronistas. Gracias a sus hallazgos recordamos saberes entrañables: “Para los griegos sólo había tres tipos de hombres; vivos, muertos y los que están en el mar”.
Su lectura me hace sentir en sitios como Nantucket, Valparaíso y Fanning Island; lugares marinos, balleneros, pero también permite envolvernos en la boscosa Banff en Canadá, a 2 mil kilómetros de dónde pudiera haber ballenas, y hasta donde llegó para concentrarse en el oficio y sus secretos tan sólo para confirmar que las ballenas son: islas móviles… planetas terribles… que siguen su órbita infinita.
Celebro que a lo largo de los años Juan Manuel Gómez se mueva con entera libertad en torno al fenómeno poético. Tira por delante la vitalidad de lo que tiene por decir y entonces la ciñe a una estructura variable. Ha probado distintos registros desde un lirismo naturalista a una prosa poética en la que caben también las pesquisas.
Es así que el cúmulo de su obra puede verse como se hace con un gabinete de curiosidades. Una fascinante colección de recuerdos y experiencias que exaltan al mar, a los recuerdos y los viajes hacia debajo de la piel o rumbo a otras geografías; entre las que se puede contar la noche, a través de un poema que también es una suave evocación a Patti Smith y que se puede quedar reverberando largo tiempo: “Me alcanzó la tarde. Debo ahora entrar en la noche, oscura, fría, sin nadie”, le digo al ojo de los ángeles y no pasa nada. Ellos, inmutables, se comportan como siempre”.