Milenio Hidalgo

Algo sobre Álvaro López Miramontes (1943-2017)

- HÉCTOR AGUILAR CAMÍN hector.aguilarcam­in@milenio.com

El viernes pasado murió Álvaro López Miramontes, un amigo de la vida a quien llevaba media vida de no ver. Quizá la amistad es también eso que no requiere frecuentac­ión.

Sellé mi amistad con Álvaro López Miramontes en los años 60, cuando él vivía en la casa de huéspedes de mi madre, en la avenida México número 15 de la colonia Condesa.

Álvaro estudiaba en El Colegio de México, ubicado entonces a solo unas cuadras de nosotros, en Guanajuato 65, de la vecina colonia Roma.

Estudiaba economía pero estaba volado por la historia. Se había contagiado de aquella materia enigmática, inasible más allá de las fechas y los nombres, en la clase de historia de las ideas que José Gaos impartía en El Colegio.

La sola idea de que pudiera haber una historia de las ideas, transmitía la inquietant­e posibilida­d de que nada, ni uno mismo ni Dios, era una cosa fija, estable, permanente. Todo era una historia cambiante, fluida, distinta cada vez. Una cosa hoy y otra mañana.

Buceando en aquel mar de perplejida­des, Álvaro López Miramontes alcanzó a traer de El Colegio un hecho puro y duro: la primera edición del libro llamado Pueblo en

vilo, escrito por un maestro de El Colegio llamado Luis González.

Era una historia del pequeño pueblo en el que el autor había nacido, un pueblo que había empezado a existir hacía cien años, varios siglos después del inicio oficial de la historia nacional.

Leímos Pueblo en vilo en voz alta, en gozosas lecturas nocturnas, interrumpi­das solo por nuestras carcajadas. Para Álvaro era como una historia de su propia infancia en las barrancas zacatecana­s donde había nacido.

Para mí era una prueba de que podía escribirse algo parecido a Cien años de soledad en un lugar que se llamaba El Colegio de México, a solo unas cuadras de mi casa.

Álvaro vino poco después con la noticia de que en El Colegio iban a abrir la inscripció­n al doctorado en Historia a gente que no tuviera entrenamie­nto como historiado­r. Y a quien ganara, iban a darle una beca. Hicimos la solicitud los dos y fuimos aceptados. Aquella decisión cambió mi vida. Fue toda, en el fondo, una decisión de Álvaro.

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