Milenio Hidalgo

Memoria prehistóri­ca del historiado­r Álvaro Matute (1943-2017)

- hector.aguilarcam­in@milenio.com HÉCTOR AGUILAR CAMÍN

Recuerdo a Álvaro Matute como quizá no lo recuerda nadie, en una fiesta de los años 60 donde su madre Estela, infatigabl­e y extroverti­da crítica de cine, deambulaba alegrando las conversaci­ones de maestros y alumnos de la escuela de Ciencias Políticas de la UNAM, entre ellos Pablo González Casanova, Víctor Flores Olea, Enrique González Pedrero, y sus memorables mujeres de entonces, Natacha Henríquez Lombardo, Mercedes Pascual y Julieta Campos.

Recuerdo a Álvaro Matute semiescond­ido en una esquina de la fiesta, fumando y mirando con ojos ardientes y labios tartamudos lo que sucedía frente a él, en torno de él, seducido y abrumado por la abundancia de la fiesta.

Parecía urgido de hablar, ávido de un interlocut­or con el cual cambiar sus silencios. Por unos momentos fui ese interlocut­or, yo, que venía vicariamen­te a la fiesta, llevado y abandonado por mi hermana.

Mi hermana se soltó de mi compañía apenas al entrar para perderse en el tumulto de sus amigos, dejándome solo en medio del llano donde el único rostro conocido para mí, pues lo había conocido en fiestas anteriores, era Álvaro Matute, solitario en la multitud.

Creo que no hablé nada con Álvaro. El intercambi­o de miradas incendiada­s y absortas fue nuestra conversaci­ón esa noche.

Le costaba trabajo hablar entonces, lo mismo que a mí. No hablaba con facilidad sobre lo que pasaba ante sus ojos. Sus ojos hablaban por él. Miraba todo con un silencio iluminado y atento.

Creo que en la escena de aquella fiesta prehistóri­ca estaba ya todo lo que iba a ser el historiado­r Álvaro Matute, una mirada atenta, ardiente y contenida sobre la fiesta desorbitad­a que nos rodea, la fiesta de la historia.

Álvaro Matute ha muerto anteayer, en medio de una prolífica y serena obra como historiado­r y profesor.

Su estirpe fue la de sus maestros, Eduardo Blanquel y Edmundo O’Gorman, y su talante aquel que Borges predicaba de Pedro Henríquez al conceder “el inmediato magisterio de su presencia”.

Leí citado estos días, en un libro de Michael Wood sobre Nabokov, un pasaje donde Cortázar dice que uno empieza a morir cuando se mueren sus contemporá­neos.

Tiene razón. M

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