La gran epidemia americana
Estoy parado justo frente al hotel Mandalay Bay en Las Vegas, Nevada. Desde aquí, puedo ver las ventanas rotas en el piso 32 desde las que Stephen Paddock disparó contra miles de asistentes a un festival de música country. Armado hasta los dientes, el agresor mató a 59 personas y dejó heridas a 489, varias de gravedad.
A un costado, uno de los espectaculares que promueve la vida nocturna y los shows en la capital del entretenimiento muestra un mensaje en el que ofrece oraciones por las víctimas y reconoce el trabajo de los rescatistas en la peor masacre en la historia reciente de Estados Unidos. Junto a mí, una caseta forrada con publicidad desplegada en rojo y negro invita a los transeúntes a detenerse y experimentar la sensación de disparar una ametralladora: “Stop
here and shoot a machine gun”, dice el letrero. La gente camina a un costado de la caseta, sin darse cuenta de la cruel ironía que el anuncio representa en este momento y en este lugar. La escena resume las contradicciones en la conversación nacional que Estados Unidos sigue aplazando sobre la venta y tenencia de armas.
Hace poco más de seis años que vivo y trabajo en este país y desde entonces he cubierto las matanzas en la escuela Sandy Hook de Connecticut, en San Bernardino, California, en el club Pulse de Orlando y ahora en Las Vegas.
Cada vez que ocurre una de estas tragedias se activa un guión del que solo cambian los protagonistas: niños de preescolar, profesionistas, comunidad LGBTQ y jóvenes que asistían a un concierto. Lo que no cambia es la negativa de una buena parte de la clase política para buscar una solución a lo que se ha convertido en un problema de salud pública en Estados Unidos.
Cada año 33 mil personas pierden la vida en hechos relacionados con el uso de armas de fuego en este país, una epidemia para la que sus gobernantes, sometidos por el grupo de interés más poderoso en Washington, la Asociación Nacional del Rifle, se niega a encontrar la cura.
Parado entre la escena del crimen, los mensajes de solidaridad para las víctimas y la publicidad que atiende a esta cultura de la violencia, resulta cada vez más difícil pensar que las familias de los miles de afectados recibirán algo más que buenas intenciones de sus gobernantes. De este lado de la frontera, el billete también manda.