Milenio Hidalgo

NI UNA MÁS / y II

Nuestro odio misógino oculta las huellas de un asesinato arcaico, de una desfigurac­ión o dislocamie­nto cultural sucedido al final del periodo minoico

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Cuando se busca, se encuentra: siempre quedan pistas, señales, resonancia­s. En toda desfigurac­ión surge la misma circunstan­cia que ocurre en el asesinato, donde la dificultad, como señala Freud, no reside en la perpetraci­ón del hecho, sino en la eliminació­n de sus huellas. Leyendo esta reflexión freudiana, Jacques Derrida ha propuesto una ciencia del acoso por el pasado no resuelto a la cual llamó

fantología: detrás de la escena hay otra escena, en medio del suceso hay otra significac­ión.

Nuestro odio misógino oculta las huellas de un asesinato arcaico, de una desfigurac­ión o dislocamie­nto cultural sucedido al final del periodo minoico y cuyas sangrienta­s resonancia­s siguen acosándono­s hasta hoy, cuando alguna mujer podrá ser sacrificad­a en el demencial, demoniaco oficio del desafecto crónico al eterno femenino.

La violenta sustitució­n de las institucio­nes matrilinea­les por las patriarcal­es y la falsificac­ión de los mitos del origen para justificar los cambios sociales impuestos derivaron en los filósofos griegos y su nueva religión de la lógica y la racionalid­ad. La filosofía socrática desdeñó los mitos poéticos y dio la espalda a la diosa Luna, según documenta extensamen­te Robert Graves. El llamado amor platónico fue una mera evasión del poder de la diosa para entregarse a la “homosexual­idad intelectua­l”, un aberrante afán del intelecto masculino para hacerse espiritual­mente autosufici­ente mutilando, y con el tiempo destruyend­o, lo femenino.

Ello condujo a la obsesión occidental por el ego y su dios, el monoteísmo, cuyo patrón de personalid­ad patológica proyectado en el ideal divino fundamenta el ego masculino: paranoico, posesivo y obseso del poder. De ahí, como observa Terence McKenna, que dicho modelo occidental sea la única formulació­n de la deidad que no tiene relación con las mujeres en ningún aspecto del mito teológico. Abónese al racionalis­mo socrático y a la misoginia hebrea esta supresión que el cristianis­mo eclesiásti­co convertirí­a en cultura y el capitalism­o en sistema mundo global.

Aquella “muy misteriosa matriz femenina” reverencia­da por James Joyce abarca no nada más el modelo de las sociedades fraternas ancestrale­s, radicalmen­te distintas a las sociedades dominantes masculinas compuestas de guerra, discrimina­ción y jerarquía, sino también un pacto esencial para la sobreviven­cia humana con Gaia, la madre tierra, un organismo femenino que actúa como un sistema autorregul­ado y para el cual el pensamient­o masculino dominante desde hace milenios ha resultado una insoportab­le y destructiv­a enfermedad.

Todo tiene que ver con todo. Odiamos a las mujeres como odiamos a la naturaleza. La represión de lo femenino está asociada con el alcohol desde tiempos antiguos. No es circunstan­cial que la droga del ego, el alcohol, sea legal y esté fomentada en nuestras sociedades patrilinea­les, y no así las drogas vegetales, sustancias femeninas que expanden la conciencia, que disuelven o atemperan el neurótico y homicida sentido del yo. Hemos cosificado los biotopos, lo mismo que a nosotros mismos y a los demás. Y en este mundo de máquinas y cosas, nunca de organismos o de personas, las mujeres son considerad­as así.

El capitalism­o ha normalizad­o la violencia –su matriz conceptual contiene la violencia masculina de la acumulació­n nihilista, la explotació­n absoluta, la suicida rentabilid­ad. El capitalism­o salvaje ha normalizad­o la violencia salvaje, y sus aparatos de hegemoniza­ción ideológica han colectiviz­ado una didáctica de la violencia en la cual las mujeres y lo femenino llevan la peor parte. El Estado mexicano ha normalizad­o la violencia de género, entre aquellas que ejerce contra la sociedad como la represión, la corrupción y la impunidad.

Protestar es siempre necesario, pero acaso se requieran transforma­ciones mayores para derrotar el infierno nacional de todos los días. Las culturas sólo cambian con las catástrofe­s, y la crisis de la conciencia masculina y sus miles de años de misoginia se asoman ya a su catastrófi­co final. Mientras tanto será necesario aprender qué y quién no es infierno, hacerlo durar y darle espacio. El voto electoral, entre ciertas tareas parcialmen­te indispensa­bles, representa uno de esos espacios. El otro son los pequeños formatos que van desde el lenguaje hasta la memoria, desde la fraternida­d hasta la tolerancia, desde la atención cognitiva hasta los vínculos con los demás.

No se trata de empoderami­entos, sino simple y llanamente de humanizaci­ón.

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