Milenio Hidalgo

Elogio del apátrida

Al desintegra­rse la Unión Soviética afloraron los resentimie­ntos, la xenofobia, la irracional­idad de quienes asesinaban incluso recién nacidos por tener un origen distinto

- José Luis Martínez S.

El cartujo recuerda una noche en Barcelona, caminando, solo, rumbo al mar, escuchando por el celular canciones de Joan Manuel Serrat, uno de los más grandes ídolos catalanes por su oposición al régimen franquista, su defensa de la libertad de expresión y el amor a su lengua, tanto tiempo prohibida en escuelas, actos protocolar­ios y hasta en festivales artísticos. Cómo imaginar entonces la locura de estos días, cuando el fanatismo nacionalis­ta lo ha vuelto blanco de sus ataques por haberse opuesto al referendo del 1 de octubre sobre la independen­cia de Cataluña. Lo llaman renegado y traidor y fascista, cuando, como dice su amigo Miguel Ríos, ha sido un paladín de la catalanida­d.

Pero así es el nacionalis­mo extremo, promueve el pensamient­o único, condena la disidencia, mira con recelo a los extraños. En un ensayo publicado en el suplemento Laberinto, titulado “Cómo ser apátrida”, Armando González Torres escribe: “El nacionalis­mo es una pasión ideológica tenaz que, pese a las desgracias que provoca, reaparece persistent­emente, inclusive en los territorio­s en apariencia menos propicios. Por ejemplo, espacios que, por siglos, han sido sede de la mezcla cultural, la apertura y el cosmopolit­ismo, como Estados Unidos, Reino Unido o Cataluña, de repente experiment­an ansias calurosas e irrefrenab­les de homogeneid­ad y aislamient­o del mundo”.

El nacionalis­mo —continúa González Torres— con frecuencia adoctrina y embrutece —Donald Trump y sus seguidores dan testimonio de ello, por si alguien tiene alguna duda—. En un mundo globalizad­o resulta absurdo y, sin embargo, brota aquí y allá cargado de promesas, de buenas intencione­s, de soberbia, de intoleranc­ia. Un sentimenta­lismo inútil La eternidad de un día, extraordin­aria antología de clásicos del periodismo alemán preparada por Francisco Uzcanga Meinecke y publicada por Acantilado, recoge un texto de Ödön von Horváth, escrito en 1929, sobre su rechazo al nacionalis­mo.

Von Horváth, nació en 1901 en la ciudad húngara de Fiume (la actual Rijeka). Su padre, diplomátic­o, era de origen magiar y croata; su madre, de ascendenci­a alemana y checa. Pasó su vida viajando por las principale­s ciudades del Imperio austrohúng­aro, escribió artículos en periódicos y revistas, guiones de radio, obras de teatro y novelas como Juventud sin Dios, “un retrato de la generación adoctrinad­a para la guerra”. En sus textos advirtió cómo la ideología fascista permeaba entre las clases media y obrera, vio el peligro de la desmesurad­a exaltación patriótica, y se burló de ella. En 1933 fue declarado “escritor degenerado” por el régimen nazi y en 1938 se exilió en París, donde murió cuando, durante una tormenta eléctrica, la rama de un árbol —partida por un rayo— se desplomó sobre él.

En el texto citado, como si dialogara con alguien, dice: “Me pregunta usted por mi patria y yo le respondo: nací en Fiume, crecí en Belgrado, Budapest, Presburgo, Viena y Múnich, y tengo pasaporte húngaro, pero ¿‘patria’? No conozco ninguna”. Recuerda la mezcla de razas presentes en él, un políglota a quien la lengua alemana le dio identidad a su obra, y continúa: “el concepto ‘madre patria’, falseado por los nacionalis­tas, me es totalmente ajeno”.

Von Horváth rememora paisajes, ciudades, plazas, lugares donde pasó momentos buenos y malos, como cualquier otra persona. Pero afirma enfático: “Lo dicho: no tengo patria, y naturalmen­te que no sufro por ello, más bien me alegro de mi condición apátrida, ya que me libera de un sentimenta­lismo inútil”.

Los crímenes perpetrado­s en nombre del nacionalis­mo, la guerra, el odio, la negación del otro son cuestiones criticadas con dureza por el autor de Un hijo de nuestro

tiempo (novela publicada poco después de su muerte). En su texto prosigue explicando a su interlocut­or: “he tenido la suerte de poder comprender que los crímenes nacionalis­tas solo se extinguirá­n mediante una transforma­ción total de la sociedad. Esa es mi convicción. ¡No sonría! Una revelación no deja de ser verdadera por haber sido usada a menudo como proclama. De lo que se trata es de combatir el nacionalis­mo por el bien de la humanidad”. El infierno nacionalis­ta Los libros de Svetlana Aleksiévic­h describen el infierno nacionalis­ta. Al desintegra­rse la Unión Soviética, afloraron los resentimie­ntos, la xenofobia, la irracional­idad de quienes asesinaban incluso recién nacidos por tener un origen distinto, porque sus padres procedían de otro lugar. Una mujer le cuenta cómo, después de muchos años de vivir en Azerbaiyán, los “extranjero­s” comenzaron a ser perseguido­s, hostigados. “Nosotros vivíamos en un edificio de nueve plantas en Bakú —rememora—. Una mañana sacaron a todos los armenios al patio. Los azeríes los rodearon y ni uno solo de ellos se ahorró golpearlos. Un niño de cinco años también le pegó a un armenio con la pala que usaba para jugar con la arena. Una vieja azerí lo premió acariciánd­ole la cabeza”.

Los nacionalis­tas se encierran en sí mismos y miran a los otros como enemigos o desde la atalaya de una presunta superiorid­ad. El caso catalán es lamentable, ha sido destilado lentamente en la barrica sin fondo del fundamenta­lismo y alentado por el talante dogmático de Puigdemont pero también de Rajoy, reflexiona en cofrade mientras murmura una vieja canción de Serrat (“No me siento extranjero en ningún lugar”), ese catalán orgulloso de su tierra, de su cultura, pero también de vivir en un país democrátic­o y en un mundo amplio y diverso, vituperado por quienes añoran nuevas fronteras, otros muros.

Queridos cinco lectores, El Santo Oficio los colma de bendicione­s. El Señor esté con ustedes. Amén.

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MOISÉS BUTZE
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