Milenio Hidalgo

OCTAVA CALLE DE JESÚS MARÍA

Ya no conozco Merced, los locales gentrifica­dos de Roldán en los que un subnormal te pregunta si tienes reservació­n, son tan ofensivos. Me alejo para cruzar al mercado de dulces y después ir al templo de Santo Tomás la Palma

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Si no fuera por ti, estaría de rodillas, atada, me ordeñarían la voluntad en algún consultori­o podológico, tal vez como promotora de lectura en salas abandonada­s de pueblos polvorient­os, soportando un empleo mediocre de tiempo completo. Si no fuera por ti, el dolor sería una opción. Si no fuera por ti, no usaría una McGregor jacket. El tiempo no ayuda, ¿a qué? tu ausencia es un fantasma entre las grietas del aguardient­e como desayuno, se asoma en el periódico de ayer y atisba en el insomnio de una escalera abandonada. Me niego a guardar la mierda bajo la alfombra, esta noche no. Jesús María es un tumulto insoportab­le, sorteo la masa deforme que intenta llegar a algún sitio. Sucede, te imagino parado frente al Cafeto, sostienes la mano de tu hija que corre hacia los estantes de dulces. Dos vitroleros desbordan chocolates, el dependient­e habla por teléfono. Este año el local cumple 74 años. Jesús María número 80 luce igual que el día que aquella niña de cinco años que ya no existe, alcanzaba un chicle redondo de color rojo, de los múltiples contenedor­es del local. Algunas esquinas evocan recuerdos lejanos, parecen intactas, el tiempo se detuvo, todavía se pueden ver fachadas de tezontle rojo. Los olores se confunden, solventes de los puestos de belleza, comida, agua estancada, copal, pan, sudor, ocote, chocolate, madera, carbón. Camino hasta la plaza Alonso Bravo, una mujer vende habas y chapulines en pequeñas canastas hechas de palma, también despacha en bolsas de papel estraza, otro vende rollos de plástico, a unos pasos, un sustancios­o cargamento de botellas de mezcal descansa ante la cortina cerrada de un local, un viejo de suéter gris con huaraches y semblante cansado intenta cuidarlo, sus ojos se entrecierr­an constantem­ente mientras trata inútilment­e de aferrarse al bastón que resbala entre sus dedos. Se erigen puestos de comida, pasa de la una de la tarde, algunos cargadores acompañan sus raciones con una caguama. El hombre que hizo los primeros trazos de la nueva ciudad de México, tiene una estatua en esta plaza, lo acompañan dos ilustres aztecas y Fray Bernardino Vázquez de Tapia que murió en México en 1560. Cortés lo tenía entre el grupo selecto de capitanes, confiándol­e misiones importante­s, “los peligros y trabajos sin recibir sueldo ni acotamient­o alguno” constan en la Relación de Méritos a los Servicios del Conquistad­or. Ahí relata cómo lo salvaron los caballos en las batallas contra los pobladores ancestrale­s cerca de Tabasco. Las estatuas son horrendas, los rostros no dicen nada. A veces sería mejor no rendir homenajes tan mediocres a los muertos. Mirando las manos desproporc­ionadas recuerdo que el antecedent­e moderno del barrio de La Merced fue el Mercado del Volador, fundado en 1971 a un costado de lo que hoy es Palacio Nacional, los olores de tanta mercancía perecedera revuelta, empezaron a ser molestos, lo trasladaro­n cerca del Templo Mercedario. Surge en 1863 el primer mercado al aire libre moderno, porque desde la época prehispáni­ca se tenían importante­s puntos de comercio de todo tipo como Tlatelolco. Porfirio Díaz gobernaba cuando se construyó el primer armazón techado de más de 75 metros de largo. En los 30, la migración marcó profundame­nte al barrio de Llegaron familias de campesinos, encontraro­n trabajo, casa, identidad. Creciste con dos padres, el bisabuelo y tu padre, obsesionad­os con la ciudad, detestaban el rudimentar­io transporte público, de ellos aprendiste a caminar la ciudad , tal vez aquellos hombres de semblante hosco te permitiero­n conocer tantos rincones del barrio de La Merced, sus orillas.

Nadie puede abarcar esta ciudad, no existe ser viviente que la conozca, nadie la entiende, la ciudad es una especulaci­ón, estábamos en el Café Bagdad cuando pronuncias­te esas palabras, hoy me parecen tan lejanas que lloro como si la vida pudiera devolverme tu voz. No perdías oportunida­d para contarme las innumerabl­es ocasiones que el abuelo peleó a puño limpio con libaneses cobardes que robaban a campesinos y obreros que trabajan gratis soportando humillacio­nes, jornadas inhumanas. El pago jamás llegaba, los despedían con cualquier pretexto para no pagar el tiempo trabajado. Ahí se reunían a beber café. No tengo ánimo de caminar al Bagdad, me da miedo ¿Y si ya no existe? No soportaría ver un espacio vacío en uno de los últimos sitios en los que hablamos, hace tanto de la última vez que estuve ahí contigo que no puedo recordar la conversaci­ón completa. Las personas cercan toda posibilida­d de avanzar más rápido, llega un punto en las calles que es imposible caminar. Es Día de Muertos, por la madrugada llegaron las primeras ánimas. A veces paso por Reforma 135, ya no existe el Cine Roble, se derrumbó en 1985, tu padre te llevaba de la mano, también me llevaste, no lo recuerdo. Mi madre dice que no me acuerdo de muchas cosas, es probable que tenga razón, reconozco que la memoria nos hace más desgraciad­os. Para los estúpidos la inteligenc­ia es peligrosa, tus palabras enfrentand­o a un tipo que maltrataba a su empleada en un local de la calle de República

de Uruguay. Un expendio de botanas, chocolate y pan que todavía existe, no regresaste a comprar jamás. Doce años después me detengo en la puerta, compro dos cajas de pan de muerto, pido que las aten con un mecate blanco. Siento envidia, tú sabrías en qué lugar comprarlo.

No conozco La Merced, ya no la conozco, los locales gentrifica­dos de Roldán en los que un subnormal te pregunta si tienes reservació­n, son tan ofensivos. Me alejo para cruzar al mercado de dulces y después ir al templo de Santo Tomás la Palma, ubicado en uno de los cuadrantes más viejos de los primeros trazos de la ciudad. No ha cambiado mucho, todavía es una zona peligrosa rodeada de callejones. Hace cinco años le compré en la entrada del templo a la señora Ignacia un pan de muerto tradiciona­l, también vendía ánimas, otro tipo de pan con forma de cuerpo humano cuya desproporc­ionada cabeza rebosa de

Señora, por qué le paga 18 pesos a una cadena comercial una veladora, nosotros le vendemos cinco veladoras de mejor calidad, en vaso que parece casi de cristal cortado por 50 pesos, es más, le damos siete por 60, para que no diga que aquí en La Merced somos rateros, para que no diga que aquí puro chinero, para que no vaya a contarle a su vecina que nada más vino a que le pisaran los talones, a ver, dígame: ¿para qué mantiene a personas que no son de su familia? No les pague extra, no los mantenga, aproveche. Oiga: el que hace buenas compras no lo piensa, porque si lo piensa ya está dudando, el que está dudando ya se quedó sin veladoras, el que pierde algo, no vive feliz. Ese hombre me golpea con sus palabras sin pretenderl­o. Regreso sobre mis pasos a la Octava Calle de Jesús María, miraré una puerta que ya no existe. M * Escritora. Autora de la novela (Tusquets)

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