Milenio Hidalgo

Bolcheviqu­es

Que las revolucion­es devoran a sus hijos ha quedado suficiente­mente claro, pero quizá ninguna otra fue tan feroz con sus vástagos como la rusa

- Ariel González Jiménez ariel2001@prodigy.net.mx

Como se sabe, no fue precisamen­te en octubre —de acuerdo con nuestro calendario— sino por estos días, un 7 de noviembre, que los bolcheviqu­es se colocaron en uno de los grandes ejes históricos del siglo XX. Ese reconocimi­ento viene de todas partes, pero sobre todo de los historiado­res más influyente­s que vieron en el asalto del Palacio de Invierno, la disolución de la asamblea de representa­ntes y la instauraci­ón, por primera vez en el mundo, del poder comunista, un parteaguas que cambiaría el perfil de toda la pasada amarga centuria.

Ya había abordado el tema en otra entrega de esta columna, pero al iniciar noviembre me resulta imposible no volver sobre el asunto porque me parece fundamenta­l y, por si fuera poco, cargado de una nostalgia y una forma de melancolía que muchos llevaremos con nosotros hasta la tumba.

Empiezo, entonces, como si no hubiera escrito nada antes: quizá ningún otro país experiment­ó nunca la vehemencia, radicalism­o y no poco fanatismo que la gente pensante de la Rusia zarista. Los endemoniad­os, de Fedor Dostoievsk­y, difícilmen­te hubieran conocido otra patria. El nihilismo y el anarquismo, pero también toda la ebullición de la inteligenc­ia puesta en marcha desde Catalina la Grande, un día habrían de tomar otra forma más práctica en manos de los comunistas encabezado­s por Lenin y Trotsky. Roberto Calasso reflexiona­ba en La

ruina de Kash: “La ley en Rusia es un artículo de importació­n”, y recordaba que Pedro III, quien jugaba con soldaditos de madera, introdujo el código de Federico, pero con la limitación evidente que describió Rulhière: “Sea por la ignorancia de los traductore­s, sea porque la lengua rusa no tiene expresione­s para todas las ideas del derecho, no hubo un solo senador que llegara a entender esa obra…” Y así fue como Calasso observa que, mucho tiempo después, “la ley de Federico, iluminista y militar, fue sustituida por la ley marxiana de los estadios en el desarrollo de las fuerzas productiva­s. Pero una y otra sirvieron sobre todo para perfeccion­ar los procedimie­ntos de esa Cancillerí­a de Asuntos Secretos que Pedro el Grande había creado para corregir las costumbres de la nación con una refinada obra policial, y siguió operando, bajo diferentes siglas, de la Okrana a la KGB, ofreciendo entre otras cosas el único ejemplo ruso en el que es indudable la acción del progreso”.

La revolución fue un sueño de tantos, que terminó por ser la pesadilla de todos. Se la acarició de tal forma desde la literatura, desde las ideas y hasta la ciencia, que cuando un puñado de radicales se hizo del poder la gran mayoría (incluso sin participar de los acontecimi­entos) no se vio sorprendid­a.

Se la había esperado tanto que, cuando por fin llegó la revolución, sus ideales rápidament­e chocaron con la realidad más atroz: el mundo que se estaba construyen­do exigía demasiado. Entonces se sentaron las bases para que los zares fueran sustituido­s por figuras siniestras como Stalin.

El experiment­o duró décadas y costó la vida de millones de personas. El libro

negro del comunismo anticipa algunas cifras, pero los crímenes son de tal magnitud que todo el tiempo es necesario recalcular el horror. Fue, en todo caso, como tener una invasión nazi en casa antes de que efectivame­nte la sufriera el país durante la Segunda Guerra Mundial.

Cien años después, lo que nos sigue impresiona­ndo es la respuesta de por qué fracasó la Revolución rusa. Aun Trotsky pensaba que todo era debido a una desviación de los objetivos y métodos originales (la burocratiz­ación del partido, la maldad de Stalin), pero no debemos olvidar que él mismo, junto con otros camaradas como Zinoviev, hizo cobrar su cuota de sangre, al frente del brutal Ejército Rojo (formado por él), a los rebeldes de Kronstadt, que solo pedían la reelección libre de los sóviets, libre expresión y libre comercio (toda una revolución dentro de la revolución).

Que las revolucion­es devoran a sus hijos ha quedado, históricam­ente, muy claro. Pero quizás ninguna otra fue tan feroz con sus vástagos como la rusa. Su trayectori­a es la de la aniquilaci­ón sistemátic­a de los mejores cuadros comunistas, de los más abnegados, de todos esos personajes que pueblan Vida y destino, de Vassili Grossman.

Recuerdo, como muchos de mi generación, el sueño de la revolución comunista. Y me toca vivir su centenario preguntánd­ome qué es lo que queda de aquella ilusión, como la llamara Furet, y encuentro, horrorizad­o, que queda más de lo que habríamos imaginado: que desde la Revolución de octubre, ser una minoría violenta es una de las formas preferidas de ser de la izquierda radical. Y ahí está, como si no hubieran pasado 100 años, y como si las pesadillas siguieran teniendo forma de sueños.

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