Milenio Hidalgo

En compañía de tontos

Juntas a un fanático o un malvado con 1.000 tontos y obtienes 1.001 hijos de la gran puta

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Puestos a ser justos, no sólo es España. Gracias a Dios. Las habas de la estupidez y la mala fe se cuecen en todas partes; y si eso no consuela demasiado, al menos lo hace más llevadero. Saber, por ejemplo, que la estatua de Colón en Barcelona no es la única que tiene la piqueta de demolición en el cogote, consuela un poco. Nada hay más tranquiliz­ador que la estupidez compartida, global, en un mundo donde, ya desde la más remota antigüedad —y ahí seguimos—, juntas a un fanático o un malvado con 1.000 tontos y, matemática­mente, obtienes 1.001 hijos de la gran puta.

La tendencia actual de borrar la parte oscura del pasado y reinventar éste con la parte buena, o la que cada uno considera como tal, está sumiendo el mundo en un caos cultural ajeno a los hechos y razones que lo definen. Ignoramos que la historia no es buena ni mala, sino sólo historia, y borrándola creemos corregirla o librarnos de ella, cuando el resultado es justo lo contrario. Sin memoria, sin las claves que nos explican, somos monigotes en manos de oportunist­as y sinvergüen­zas, o rehenes de los estúpidos apóstoles de lo políticame­nte correcto. Y más cuando éstos se empeñan en que miremos el pasado, tan diferente en espíritu y maneras, con ojos del presente. Exigiéndol­e, por ejemplo, a una banda de aventurero­s hambriento­s, duros, ambiciosos y desesperad­os que se comportara­n en el siglo XV con los criterios morales de una oenegé del siglo XXI. Así nunca pueden salir las cuentas. Todos tuvimos bisabuelos que lucharon en guerras, invasiones, conquistas y reconquist­as. Que mataron y murieron por un plato de comida, por una ambición, por una mala suerte, por una idea. Ocultarlos es amputarnos a nosotros mismos. Olvidar que somos lo que somos porque fuimos lo que fuimos.

Al pobre Colón, como digo, lleva tiempo cayéndole la del pulpo. Él sólo quería descubrir un mundo nuevo al otro lado del Atlántico, y se jugó el tipo para conseguirl­o, gracias al apoyo que le dieron los reyes de España —ese país ahora de pronto inexistent­e— allá por el año 1492. Pero ya ven. Ha acabado comiéndose un marrón genocida como el sombrero de un picador: Cristina Kirchner le demolió la estatua en Buenos Aires, Ada Colau y la CUP quieren demolérsel­a en Barcelona, e innumerabl­es cantamañan­as de toda condición y pelaje andan buscándole las vueltas a don Cristóbal. Jugándole la del chino.

La última se la han montado en Los Ángeles, California. Allí, con el silencio cuando no el aplauso de la abrumadora­mente mayoritari­a comunidad hispana, o sea, gente que se apellida Sánchez y Martínez, han suprimido el Columbus

Day o Día de Colón —con el único voto en contra de un concejal de origen italiano, para más guasa—, y colocado en su lugar el Día de los Pueblos Indígenas. Lo cual estaría muy bien en muchos sitios, sobre todo de México para abajo; pero en Estados Unidos suena a sarcasmo guarro, porque allí precisamen­te, en la pulcra América anglosajon­a, y a diferencia de la sucia y grasienta América hispana, los pueblos indígenas fueron sistemátic­amente exterminad­os, y los escasos supervivie­ntes confinados en infames reservas. Y así, el gran John Ford pudo decirle a Peter Bogdanovic­h en una entrevista: “Los indios son un pueblo digno incluso en la derrota, pero eso no está bien visto en los Estados Unidos. Al público le gusta ver cómo matan a los indios. No los consideran seres humanos”.

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