Sueños y letras
La Asociación Psiquiátrica Mexicana me invitó a su congreso anual, en Mérida. Leí en una conferencia plenaria un texto sobre “Sueños y literatura”. Escuché a algunos jóvenes hablar de psiquiatría y neurociencia y no pude sino asombrarme. Cuando alguien me pregunte dónde están los jóvenes en la vida política mexicana, ya sé qué responder: una mayoría de nuestros talentos jóvenes se dedica a otra cosa, no a la política, sin agraviar a la juventud que se empeña en esos laberintos. El conectoma, equivalente del genoma pero empeñado en los cables del cerebro, los antidepresivos, la depresión, la geriatría, el arte y la enfermedad mental, asuntos de la vida cotidiana tratados con destrezas de primer orden en el mundo. Estos jóvenes médicos no pasan de los 35 años y ya son autoridades en su materia. No solo los jóvenes, ciertamente, los psiquiatras maduros han abierto una ventana al mundo.
Me acordé leyendo el orden de las con- ferencias de una anécdota verídica pero maligna que cuenta Miller, el biógrafo de Foucault, cuando Lacan habló con Heidegger, el filósofo escribió: el psiquiatra necesita un psiaquiatra. Si hay una vida pública, una privada y una secreta, los ordenados laberintos del cerebro disciernen el día, la noche y la noche que hay dentro de la noche. Dormir es el acto más privado que se conozca y soñar uno de los enigmas mayores que haya conocido el mundo.
En noches sin turbulencias de naufragio, una persona sueña entre una hora y media y dos. Si tiene la suerte de vivir 80 años, esa misma persona vivirá 25 durmiendo y, aunque no recuerde, seis o siete años de ese tiempo se la pasará soñando. Siete años de sueños. Por eso Antonio Machado escribió estas líneas perfectas: “De toda la memoria solo vale / el don preclaro de evocar los sueños”.
En 1712, el periodista y escritor inglés Joseph Addison descubrió lo que casi 300 años más tarde intuyó la neurofisiología. Addison aventuró que el alma humana, cuando sueña, sin el peso del cuerpo, es a la vez el teatro, los actores y el auditorio. Cada noche, cuando dormimos, el cerebro se edifica a sí mismo. A esto se le llama arquitectura del sueño. En ese bastimento hay una rara escalera en penumbras habitada por la memoria. Cada noche subimos, o bajamos, nadie lo sabe, esa escalinata y encontramos la desdicha o la felicidad, el placer o el dolor mezclados en un teatro absurdo al que vanamente intentamos darle sentido con palabras a la mañana siguiente. Solo podemos examinar de los sueños su memoria. Por cierto, Mérida es una ciudad maravillosa.