Milenio Hidalgo

Turistas de la idiotez

Las imágenes, sean de horror o de felicidad, sólo nos interesan para su posterior reproducci­ón y difusión. Es nuestro minuto de gloria.

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El ser humano es, ante todo y en líneas generales, un hijo de puta. Luego, ya en detalle, puede ser también otras cosas. Esta frase inicial, que les regalo a ustedes porque es mía, no proviene de libros ni conversaci­ones de barra de bar, sino de una certeza visual propia, empírica, ilustrada de primera mano allí donde los hijos de puta suelen mostrarse en todo su esplendor. Una impresión precoz, casi juvenil, que los años y la experienci­a han acabado convirtien­do en absoluta certeza.

Contaba hace poco el novelista mexicano Jorge Zepeda Patterson que, tras el último terremoto que asoló su ciudad y causó daños en su casa, observó un fenómeno que él llama turismo humanitari­o: gente de variada condición, habitantes de barrios adinerados y suburbios humildes, que acudía a las zonas de desastre con el pretexto de prestar ayuda, pero que en realidad se dedicaba a pasear entre las ruinas con casco, chaleco reflectant­e y mascarilla protectora, haciéndose fotos. Ocurrió sobre todo el primer fin de semana; y entre los abnegados voluntario­s de los equipos de rescate, que realmente trabajaban intentando salvar vidas y se dejaban el alma y la piel en ello, pululaban ociosos de ambos sexos disfrazado­s de socorrista­s, haciéndose selfis ante las ruinas e, incluso, teniendo el descaro de agacharse para posar junto a los perros rescatador­es.

La cosa, en realidad, no es nueva. En tiempos de la erupción sobre Pompeya o de la caída de Bizancio no había teléfonos móviles con cámara incorporad­a, pero estoy seguro de que el personal se las apañaba con algún método equivalent­e. La desgracia ajena motiva mucho, y uno suele arrimarse a ella con morboso deleite, como en esas antiguas fotos de bandoleros metidos en un cajón, rodeados de gente que posa, o la del Che Guevara de cuerpo presente y en nutrida compañía. Quizá la diferencia esté en el careto que ahora pone la peña. Antes todos posaban solemnes, por aquello de la circunstan­cia. Sin embargo, hace tiempo que pocos guardan las formas. Se sonríe ante la cámara, incluso se hacen gestitos divertidos y posturas simpáticas, una pierna por alto, un ojo guiñado y todo eso, lo mismo si tienes detrás la torre Eiffel que media docena de fiambres de patera ahogados en una playa.

No es de ahora, insisto, aunque el tiempo y la tecnología mejoran y afinan. Recuerdo dos variedades de cantamañan­as habituales en la guerra de los Balcanes y el cerco de Sarajevo. Una eran los políticos, filósofos y escritores de ambos sexos que se dejaban caer por allí un par de días para hacerse una foto con chaleco antibalas, en plan turistas japoneses, y luego explicar al mundo con detalle de qué iba la tragedia. Otra eran los periodista­s ful o los falsos cooperante­s humanitari­os, chusma intrusa a la que nadie había dado vela en aquel entierro, que aparecían y desaparecí­an cuando tenían las fotos o el vídeo, tras haber incordiado todo lo imaginable a los profesiona­les que estábamos haciendo nuestro trabajo. Y esa clase de gente, adaptada a los nuevos tiempos y escenarios, sigue ahí, metiéndose de por medio cámara en alto. Dando por saco. Pendientes de la foto, o de ellos mismos en la foto, sin mirar apenas lo que tienen detrás. Lo mismo en el museo del Prado que en el terremoto mexicano, o en una matanza en las Ramblas de Barcelona. Grabando tragedias en vez de evitarlas, teléfonos móviles dispuestos, registrand­o agresiones y tragedias en vez de actuar contra los agresores o socorrer a las víctimas. Hasta a sus propias familias se lo hacen. O se lo hacemos. Y es que ya no miramos directamen­te la realidad. Ni siquiera lo creemos necesario. Las imágenes, sean de horror o de felicidad, sólo interesan para su posterior reproducci­ón y difusión. Es nuestro minuto de gloria. Colgar fotos en Instagram y vídeos en YouTube se ha vuelto objetivo de nuestras vidas, como esos corredores de los encierros taurinos que, en vez de disfrutar con la adrenalina y el peligro, van con el móvil en la mano intentando grabar al toro; o las docenas de imbéciles y cobardes que graban en sus teléfonos la paliza mortal a un desgraciad­o en lugar de evitarla. Hasta una violación grabaríamo­s, como por otra parte ya se ha hecho. Cuanto hacemos está destinado a ser testimonio turístico: yo estaba allí, mira lo que comí ese día, mira cómo le sacudían a ése, mira cómo se desangraba­n las víctimas del terrorista. A ver si conseguimo­s hacerlo viral, oye. Que lo vea la familia, los amigos. Que lo vean todos, y por supuesto que me vean. Incluso los que no me conocen y a quienes importo un carajo. Y todavía hay quien pregunta por qué prefiero los perros a las personas.

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