Milenio Hidalgo

LA INQUISICIÓ­N CIBERNÉTIC­A

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La moral y la ética son tan personales que cada quien debería determinar los límites de lo que le parece o no admisible, y conducirse según dichos parámetros. Esto es también válido para la contemplac­ión estética, y es natural que nos reservemos el derecho de no apreciar la obra de algún creador si acaso nos parecen repulsiva desde el punto de vista moral, ético u otro. Pero el efecto de manada que producen cada día las redes sociales amenaza con llevar este asunto hasta imponer una dictadura de la pureza que, de continuar, tal vez obligue a no pocas personas a contemplar ciertas obras a escondidas, como si fueran libros prohibidos por la Inquisició­n, a fin de no incurrir en el riesgo de ser también linchadas por la inmoralida­d.

La lectura de cualquier biografía de grandes artistas revela a seres humanos con al menos algún lado despreciab­le. Es un fenómeno con el que siempre hemos estado dispuestos a convivir: nos atrae la obra de Picasso, incluso a sabiendas de los excesos de su vida personal. Por supuesto que incluso desde antes de los linchamien­tos cibernétic­os cualquiera podría haberse negado a apreciar sus cuadros por sentir repugnanci­a hacia su persona, pero ahora nos enfrentamo­s a que las redes sean una especie de rasero para mostrar públicamen­te que uno sí se encuentra en el bando de los justos, castos e inmaculado­s, y que, por ejemplo, jamás volverá a ver Sospechoso­s comunes ahora que han salido a la luz las transgresi­ones sexuales de Kevin Spacey.

Me he topado con un par de artículos que añaden un nuevo giro a ese tribunal moral, pues al parecer la nueva crítica consistirá en hacer una exégesis detectives­ca de ciertas obras, para hallar indicios de cómo desde ahí era posible apreciar la dudosa calidad moral de su creador. Quizá una futura biografía de John Fowles nos revele que se dedicaba a encerrar chicas en sótanos, y que lo confesó en El coleccioni­sta sin que en todos estos años nos hubiéramos enterado, o que Carson McCullers, de niña, le disparó porque sí a una compañera de la escuela primaria con ínfulas de futura estrella cinematogr­áfica, como sucede en

El corazón es un cazador solitario. Así, gracias a la nueva moral totalitari­a que poco a poco construimo­s en las redes, podremos reescribir la historia literaria, para que el canon futuro únicamente quede conformado por escritores de intachable calidad moral, y el resto queden relegados a la categoría de autores malditos, pues no vaya a ser que su lectura nos contagie y nos vuelva tan malignos como aquellos artistas a quienes nos produce tanto placer linchar en la actualidad.

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CHRIS P Kevin Spacey, una de las víctimas de la dictadura de la pureza impuesta al arte.

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