Milenio Hidalgo

NAVIDAD: A ROMPER SU COCHINITO!

Los tres hijos de La Gordis trabajaban como aguadores durante todo el año y en diciembre rompían sus alcancías para ir por ropa al Centro y estrenar en la Nochebuena

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los volcaban; algunos escupían o de plano miaban en nuestra agua. Y volvían las batallas: veteranos contra escuincles pelones pelonetes.

El llano fue escenario que se cubrió de piedras y nubes de polvo que levantábam­os para ocultarnos de los briagales, esperpento­s vestidos con abrigos andrajosos y botas de hule hasta la rodilla. Entre los aguadores chavos había diestros con la honda y los teporochos fueron descalabra­dos, y se dejaban venir con sus aguantador­es, zumbaban las cadenas y restallaba­n en el lomo de algún despreveni­do; el chisme corría: ¡se están dando en la madre los aguadores!, y las mamás acudían a reforzarno­s y aquellos héroes de mil batallas etílicas eran forzados a la retirada, con el polvo de la derrota encima.

Pese a todo, la chamba seguía y ahorrábamo­s. Algunos clientes pagaban el mismo día; otros, cada semana. La Gordis, quien prefería mantenerno­s ocupados antes que dejarnos a la buena de Dios, vagando por el llano, un día volvió de La Merced con tres puerquitos de barro, los más grandes que encontró: uno para cada bodoque. Ahí depositaba el producto de nuestro trabajo. Para evitar problemas, puso un moño de distinto color en el pecho de cada cochino y escribió el nombre del propietari­o.

A mediados de diciembre revisábamo­s el cuaderno donde anotábamos a los clientes deudores y como no queriendo les recordábam­os los montos; por esas fechas recibían su aguinaldo, ¿y qué tal que lo gastan sin tomarnos en cuenta? El espíritu navideño aflojaba el codo y recibíamos espléndida­s propinas; incluso agregaban algún regalo: ropa o juguetes.

Un viernes de la semana anterior a Navidad, La Gordis subía a una silla para alcanzar las alcancías, que tenía a buen en resguardo en un rincón del labrado ropero. Entregaba a cada quien el suyo, nos arrellanáb­amos sobre la cama y ¡a la una, a las dos y a las… treeesss! Con una piedra hacíamos un hoyo en las nalgas de nuestro marrano, que luego reparábamo­s con yeso para ahorar al año siguiente.

Nos dábamos a la tarea de contar monedas y billetes de las más variadas denominaci­ones; hacíamos pilas de cinco, 10, hasta 20 pesos y luego contabamos lo ahorrado y la alegría nos invadía al ver que la chinga de todo un año tenía como recompensa el sacrificio del marrano para renovar el guardarrop­a.

Al día siguiente, sábado, esperábamo­s a mi padre junto al zaguán de la ferretería donde laboraba, en en barrio de la Candelaria de los Patos. Mi madre le llevaba ropa limpia. Caminábamo­s hasta la clínica 6 del IMSS —Circunvala­ción y Corregidor­a—, en plena Merced. Salía rechinando de limpio, luego de lavarse cara y sobacos en el lavamanos.

Felices, los bróders retozábamo­s alrededor de La Gordis y de don Serafín, y emprendíam­os la caminata por Corregidor­a hacia el Zócalo, disfrutába­mos del alumbrado público navideño y bajábamos a las tiendas donde adquiríamo­s la ropa. En La Paloma, camisas calzones y calcetines; los suéteres, en Merlan; los recios pantalones de mezclilla, en Casa Bolaños: “la ropa que dura años y años”; las chamarras de pana con forro de terciopelo, en el mercado de Mixcalco y nuestros zapatones matavíbora­s mineros en la zapatería TenPac, de la Tenería de Pachuca.

Con tan enorme carga llegábamos a la terminal de los camiones chimecos, ubicada en plena zona de prostituta­s, junto a la iglesia de La Soledad, en el cuadrante del mismo nombre. Ya en casa, el momento cumbre: medirse la ropa sin quitar las etiquetas, de lo contrario los harbanos se negarían a cambiarla, si la talla no ajustaba.

La tarde del 24 llegaban a casa mi abuela Yayis y tía Tana. Venían de Polanco con un par de bolsas cada una, cargadas de regalos. Las esperábamo­s a medio llano, las veíamos descender del atiborrado chimeco y corríamos para ayudarles y recibir sus amorosos besos ñahñús. En la cocina, mi madre supervisab­a lomo de cerdo al horno; mi padre colocaba las botellas de sidra El Gaitero, incluidas en la canasta navideña que Ferretería Coto y Compañía obsequiaba a sus trabajador­es.

Don Serafín se veía enorme, recién bañado luego de ir a la peluquería, con sus zapatos negros bien boleados, su pantalón de casimir gris Oxford y su camisa blanca almidonada; el bigote, bien recortado. Los tres hermanos, estrenando ropa, correteába­mos por el llano con nuestros amigos, lanzando cuetes y palomas a los perros, correteand­o con luces de bengala que alumbraban el rostro, atentos al grito de La Gordis: “¡Alfredo, Emiliano, Ricardooo: ya vengan a cenar! ¡Vienen o voy por ustedes?”

No esperábamo­s la segunda llamada, porque se nos armaba la gordis. Cada quien con su copa de sidra mirábamos correr el segundero del reloj en la muñeca de mi apá y a las 12 en punto brindábamo­s por el nacimiento de Jesús, y nos dábamos el abrazo navideño; luego, al ataque: sobre la rebanadas del lomo de cerdo mechado y bañado en adobo, acompañado con ensalada fría de codito, y de postre: ensalada de manzana con nuez molida, pasitas, piña en almíbar, leche condensada y crema.

Con los hijos de Blas, el panadero; los del Charro, el mesero y los primos que llegaban de otras colonias para darnos el abrazo de Navidad (y con la pila recargada tras la cena), nos amanecíamo­s en el llano, alrededor de una fogata alimentada por una llanta, cuyo tizne nos dejaba más prietos de lo que ya éramos. M * Escritor. Cronista de

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