La quizá legendaria Librería de Polito /I
Se formaba en pie junto al mostrador la tertulia abierta, cuyos componentes asiduos o eventuales pertenecían a diferentes generaciones y tendencias literarias
En la foto —que hice con una barata camarita Polaroid hacia mediados de los años 60— se ve al poeta Raúl Renán, hasta hace poco vivo y en activo, y a dos personajes que desde hace años solo existen en otra vida, la de la nostalgia: el escritor Simón Otaola y el librero Leopoldo Polito Duarte. Los tres se hallan en la tertuliera librería de Polito, de la cual unos amigos me dicen que va camino de ser una leyenda, ahora que en la Ciudad de México, como en todas las del mundo, van desapareciendo esos establecimientos.
La librería de Polito formalmente se llamaba Libros Escogidos. Era un establecimiento de compra y venta de libros viejos y nuevos, situado en el número 17 de la avenida Hidalgo, frente a la Alameda Central, al abrigo de cuyas frondas el viejo español don Leopoldo Duarte Sr., padre de Polito, releía, con sus tremendas gafas de fondo de botella, páginas de Santa Teresa y fray Luis de León para luego recitarlas a las putillas del muy cercano Callejón del 2 de Abril y a los vendedores de fúnebres coronas florales de la Plaza de la Santa Veracruz.
En el tiempo de su apogeo, la librería solía estar abierta o cerrada durante los días de entre semana, según el ánimo con que amanecía Polito, y en las mañanas sabatinas se abría a partir de las 10 o las 11 para atender desganadamente a los clientes comunes y para recibir con buenas ganas a los habitués: bibliófilos, lectores, escritores y meros aficionados a la charla más o menos culta, desde la literatura al futbol pasando por las mujeres (que no llegaban a la tertulia, un involuntario club de Tobi).
Se formaba en pie junto al mostrador la tertulia abierta cuyos componentes asiduos o eventuales pertenecían a diferentes generaciones y tendencias literarias. Simón Otaola chisporroteaba en juegos de palabras, en anécdotas de la guerra de España y del exilio; Raúl Renán aún no cultivaba la barbita y ya decía sus rimas sobre las que D’Annunzio llamó “lunas gemelas”: las nalgas femeninas; José Carlos Becerra posaba de Humphrey Bogart en Casablanca o recitaba a Lezama Lima; Juan Manuel Torres a su vez tomaba poses a lo James Dean y fraguaba cuentos al modo de Ernest Hemingway; Carlos Isla, flaco, ojón, casi transparente, diseñaba sobre el mostrador las plaquettes de poesía suya y de otros autores jóvenes, impresas en Xerox; Francisco Sánchez, ya crítico de cine, sonreía silencioso tras las grandes gafas de corrector de pruebas en la editorial Oasis; Francisco Cervantes invocaba a Pessoa y demás poetas portugueses y otorgaba diplomas de pendejez a toda la humanidad, including todos sus amigos; Francisco Hernández (¡ya van tres Pacos!), disimulaba su condición de poeta bajo una cachucha de beisbolero; Gerardo de la Torre, representante único de la clase obrera en el Partido Comunista, relataba cosas de sus “viejos lobos de Marx”; Otto Raúl González palindromizaba velozmente a diestra y siniestra; José Agustín tarareaba rock, preveía la Onda y Gustavo Sainz traía bajo el brazo algún novelón estadunidense que calificaba de “¡padrísimo!”… Y, last but not least, a veces se aparecían Juan Rejano, Alí Chumacero, Alberto Isaac, Andrés Henestrosa, Alfredo Cardona Peña, algunos otros que la memoria intenta colectar… y solo anotaré la presencia de un tal José de la Colina, que era frecuente pero no de todos los sábados.
En la librería politana se hacían y deshacían teorías literarias, artísticas, eróticas o futbolísticas, y se engendraban, vehiculaban, mejoraban o empeoraban las anécdotas y habladurías del cotarro de los intelectuales, a veces algo ponzoñosas, como exige la venerable tradición del personerío literato. Hubo algunas discusiones encrespadas y hasta algún conato de trifulca, pero la tertulia se mantenía en la convivialidad, el humor, la ironía y el chisme más o menos literario. A las dos de la tarde algunos nos íbamos a casa a comer y otros continuaban e intensificaban la tertulia en la cantina más a mano: El Golfo de México, que estaba a la vuelta, en la calle de Soto, y a la cual se adelantaba, urgido, el infinitamente sediento Juan Manuel Torres.
(Continuará)