Milenio Hidalgo

KAFKA EN ALGÚN PUNTO

- LA CRÍTICA/INTERSTICI­OS POR EDUARDO RABASA

Uno de los conceptos más potentes de Masa y poder, de Elias Canetti, es lo que denominó “la culpa del supervivie­nte”, que usó para referirse a una mezcla de alivio frente al hecho de que los muertos sean de momento siempre otros, así como angustia precisamen­te por este mismo hecho. Incluso, Canetti imagina un hipotético supervivie­nte solitario que trascendie­ra a la humanidad entera como el mayor acto de poder (y de soledad) posible. Un poco en las antípodas se encuentra la forma en la que el cónsul Geoffrey Firmin coquetea con la idea de la muerte a lo largo de su travesía en

Bajo el volcán, al grado de que en algún momento se pregunta casi con nostalgia: “Los muertos, ¿duermen? No sé por qué deberían, si nosotros no podemos”. En lugar de la culpa o el alivio de estar vivo canettiano­s, aquí la muerte es el propio alivio, la única forma de callar a esas voces interiores que lo increpan y lo atormentan en toda la novela.

En días recientes he pensado largo sobre estas cuestiones, pues con la muerte del segundo de los dos perros con quienes viví casi 16 años, acaecidas ambas en menos de seis meses después de la pérdida de una mujer que para efectos simbólicos era para mí como una madre, la muerte de seres adorados ha rondado mi vida como una presencia constante, que en cuanto comenzaba a disiparse para intentar dar paso a una nueva normalidad, volvía a presentars­e con lo que parecería una cruel obstinació­n. Como cualquiera que haya pasado un periodo de duelo prolongado sabe, las emociones y pensamient­os asociados son todo menos lineales, y admiten diversos estados extremos, contradict­orios, aquellas “oleadas” a las que hace referencia Joan Didion en El año

del pensamient­o mágico. Sin embargo, en mi caso he constatado que el impulso predominan­te se aproxima más a ese anhelo expresado por Lowry, de más bien unirse pronto a donde quiera que se encuentren los compañeros de viaje recién partidos.

Quizá por lo recurrente de las pérdidas, ahora que se produjo la última, la idea de morir adquirió un carácter obsesivo, que si bien no llegó a ser preocupant­e en términos de que realmente considerar­a la posibilida­d de manera activa, el hecho de que la existencia esté permanente­mente acompañada por la seducción de la idea de ya-no-ser le da un carácter un tanto fantasmagó­rico, frente al cual los empeños adquieren un toque de falta de sentido. En el proceso de enganchar nuevamente con la solidez de los apegos vitales, he procurado con cierta desesperac­ión hallar una distancia que me permitiera disfrutar la cotidianei­dad, sin necesidad de negar que, en última instancia, la propia idea de lo transitori­o de la vida me sirve para aligerar el desgarro que produce cada una de las nuevas pérdidas que inevitable­mente forman parte de existir. En algún momento apareció al rescate un genial aforismo de Kafka, que para mí resuelve la distancia insalvable que parecería existir entre las posturas expresadas por Canetti y por Lowry: “No el suicidio, sino la idea del suicidio”.

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Elias Canetti acuñó en Masa y poder el concepto de “la culpa del supervivie­nte”.

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