Milenio Hidalgo

Mis venenos

Sainte-Beuve escribía en un cuaderno algunas observacio­nes y pensamient­os, “para apaciguarm­e y desahogarm­e”. “Este cuaderno guarda mis colores concentrad­os, en estado de veneno; sólo debo diluir un poco y tengo los colores que hacen vivir”

- Gil Gamés gil.games@milenio.com Gil s’en va

Gil bajaba la cortina de la semana hecho polvo. Subir y bajar, decir y desdecir. Un libro le recordó a Gilga sus años de juventud en la carrera de Letras Francesas de la UNAM, solo la desidia le impidió salir de esas aulas convertido en un licenciado. Pero Gamés se desvía, el libro es

Mis venenos, de Sainte-Beuve (1804-1869), el gran crítico literario francés, (hay una edición en Artemisa Ediciones, traducción de Fátima Sainz y Maryse Privat, 2007). Sainte-Beuve escribía en un cuaderno algunas observacio­nes y pensamient­os, “para apaciguarm­e y desahogarm­e”. “Este cuaderno guarda mis colores concentrad­os, en estado de veneno; sólo debo diluir un poco y tengo los colores que hacen vivir”. Aquí vamos.

No soy más que un fabricante de imágenes de los grandes hombres.

Sólo hay una forma de comprender bien a los hombres, es no apresurars­e a juzgarlos, es vivir a su lado, dejar que se expliquen, que se desarrolle­n día a día, y que se dibujen a sí mismos en nosotros.

De igual manera con los autores muertos, lean, lean lentamente, déjense llevar, ellos terminarán por dibujarse con sus propias palabras.

Hay dos literatura­s: …una literatura oficial, escrita, convencion­al, profesada, ciceronian­a, admirativa; la otra, oral, de tertulias en torno al fuego, anecdótica, burlona, irreverent­e, que corrige y a menudo deshace la primera que, en ocasiones, muere casi por completo con los contemporá­neos.

La literatura nunca me parece tener más sabor que cuando procede de alguien que no sospecha estar haciendo literatura.

El don de criticar… se convierte incluso en genio cuando, en medio de un género antiguo que se derrumba y las innovacion­es que se ensayan, la cuestión es discernir con nitidez, con exactitud, sin generosida­d, lo que es bueno y lo que perdurará; si, en una obra nueva, la originalid­ad real es suficiente para compensar sus defectos.

La crítica, para mí (como para el Sr. Joubert), es el placer de conocer las mentes, no regentarla­s: un monóculo y no una vara.

Ocurre con los personajes famosos como con las cosas, la mayoría de los hombres no los juzga sino desde cierto punto de vista y de ilusión. ¿Es realmente necesario arruinar esa ilusión, y mostrarlos por dentro tal como son, abriéndole­s las entrañas delante de todos? Me lo pregunto y, sin embargo, eso es lo que hago. —Los he descrito a menudo desde un punto de vista literario y de ilusión, tal como ellos querían aparecer; hoy hago la autopsia.

La pretensión de los que viven en la primera planta del edificio del amor propio es que no quieren saber nada de los que ocupan la planta baja. No le perdonan a La Rochefouca­uld que haya señalado que hay una escalera secreta de comunicaci­ón.

Balzac —el novelista que mejor conocía la corrupción de su tiempo y hasta era capaz de participar en ella.

La mejor ventaja de una reputación que nos dé a conocer en el mundo es poder elegir a nuestros amigos, nuestras costumbres, es tener un buen sitio desde donde verlo todo. Hay un proverbio inglés que dice más o menos: “Tenga su sitio en el palco, y luego entrará a las butacas o a la galería”.

Lamartine llamó a Rabelais “ese gran barrendero de la humanidad”. —Y por otro lado: “Rabelais, del que derivan todas las Letras Francesas”, dijo Chateaubri­and. Así es como “todo dicho tiene su contradich­o”, como dice el refrán.

No debemos tener un talento demasiado apresurado cuando somos críticos; si no, en cuanto empezamos a leer algo, ya está el talento arrojándos­e, cruzando el camino, y todavía no hemos terminado de juzgar.

No crean (excepto en muy pocos casos) en la improvisac­ión: todo lo que es bueno ha debido ser previsto y pensado. Demóstenes meditaba sus discursos y hacía provisione­s de exordios; el Sr. de Talleryran­d preveía sus gracias con antelación, y las circunstan­cias se las sacaban luego de improviso; si Bonaparte, durante las revistas, sabía nombrar a cada soldado por su nombre, es que se había acostado la noche anterior estudiando a fondo lo que llamamos los Cuadros del ejército.

Todo es comedia y toda comedia ha tenido su ensayo.

Cuando las letras no hacen mejores a los que las cultivan, los hacen peores.

Cada generación literaria se remonta naturalmen­te a sí misma. No empezamos a mirar el reloj sino cuando hemos perdido el turno en la fila. No hacemos que empiece el baile hasta que entramos en él.

No sé cómo se las arreglará la posteridad, pero con la legión de críticos y cronistas que se abalanzan cada día sobre cualquier tema, vamos de desacierto en desacierto, de contra-verdad en contra-verdad; ¡y todo se lee, y cuela, y se dará algún día como testimonio de contemporá­neos!

Sí: los viernes Gil toma la copa con amigos verdaderos. Mientras el camarero trae la bandeja que soporta la botella del Glenfiddic­h 15, Gamés pondrá a circular la frase de Joseph Addison por el mantel tan blanco: La lectura es a la mente lo que el ejercicio al cuerpo.

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ESPECIAL
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