Milenio Hidalgo

El futbol, la guerra y la madre de Floreal

Hijos de refugiados, la calle Prolongaci­ón de Vizcaínas era nuestro campo de combate en donde se dirimía otras veces la Guerra Civil española

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En los años 40 no era necesario vivir en la calle Prolongaci­ón de Vizcaínas para estar en alguna de las dos pandillas de los Vizcaínos, quienes en las tardes de los días de escuela, y casi todo el día los sábados y domingos, nos reuníamos allí entre las paralelas de San Juan de Letrán y López. Éramos hijos de refugiados españoles y ese espacio era nuestro campo de combate en donde se dirimía otras veces la Guerra Civil española. Allí los automóvile­s tenían que transitar lentamente, bocineando, zigzaguean­do por entre una nube de cuerpos enredados en torno a una pelota de futbol o en medio de dos batallones enemigos enzarzados en una guerra incivil.

Cada pandilla estaba reunida en torno a alguno de los “grandes”. Ser algo mayor de edad confería la autoridad de jefe, que se debía sostener con “guapeza”, es decir, con un aire macho y actitud bonachona y protectora de los menores. Ellos solían usar los pantalones largos, derecho que a veces debían arrancar a las madres, tan tercas en vestir a los hijos con los pantalones cortos. Además, envidiábam­os a los “grandes” que, por razón misma de la edad, habían vivido un mayor tiempo la guerra de España, pudiendo así ufanarse de haber compartido con sus padres aquella fabulosa epopeya de la cual nos hablaban en algún portal o alguna azotea, entre el humo de los cigarrillo­s furtivos, humeantes casi siempre al anochecer, y agrandando e inventando detalles dentro de relatos repetidos y enriquecid­os siempre. Relatos que eran como la premonició­n, muy adornados, y como los bosquejos de las batallas que entablaría­mos el día en que, llegados a la edad de hombre, retornaría­mos a la tierra española, a exigirle a la Historia cuentas de la deuda que tenía contraída con nuestros padres.

Los “chicos”, por nuestra parte, solo teníamos, para enfrentar a aquella infatigabl­e y fanfarrona leyenda de los “grandes”, los hechos guerreros que nuestros padres habían vivido o les adjudicába­mos. Si Floreal, que era de los “chicos”, podía en eso gallear, era porque incluso entre nuestros padres tenía el suyo una bien cimentada fama heroica. Herido varias veces en combate y capturado y finalmente fusilado por los franquista­s o por otros, aquel anarquista barcelonés tenía además un prestigio anterior a la guerra, una aureola de pólvora y de acción, de feroz y ascética doctrina bakuninian­a que surgía de su evocada imagen como en súbitos lampos novelescos: una gesta heroica por entre los albañales y los techos de Barcelona y de Valencia, vivida por el mítico padre con la pistola en la mano, la quijada firme, los ojos tan duros como soñadores: la romántica y dura mirada anarquista.

No a todos les caía bien aquel mito paterno de Floreal, y había los envidiosos del mismo y, por si fuera poco, éste tenía una madre muy bien plantada, que a todos nos traía enamorados. Ramón Palencia, que era, apenas por tres años, mayor que Floreal, pero ya un “grande”, una vez había puesto en duda el heroísmo del glorioso libertario, y causó, en medio de un partido de futbol, una riña que se haría célebre en la crónica hablada de Vizcaínas.

De hecho, Palencia no peleó, sino que alargando el brazo se limitó, sonriente, a mantener algo distante al rijoso Floreal, quien fue bravo y conquistó una cierta gloria, de la que era como un banderín el hilo de sangre producido por un mero restregón del brazo de Palencia y que le fluía de la nariz y enrojeció el agua de la palangana sobre la cual la madre le lavaba las huellas de la pelea. Desde la puerta del cuarto de baño, unos cuantos chicos, que habíamos acompañado a Floreal hasta su casa, explicábam­os a

la Catalana la razón y el desarrollo del pleito.

Palencia, súbito y avergonzad­o, apareció ante la puerta del cuarto de baño y, observando la ablución de Floreal, explicaba que él no había querido dañarlo, que aquello había ocurrido sin intención, hasta que la Catalana se volvió, bárbaramen­te hermoseada más por la furia, y dijo:

—Mira, grandulón, serás muy valiente con un chiquillo, pero la próxima vez que toques a mi hijo te la vas a ver conmigo, y te aseguro que puedo hasta con algo más que tú. Pegar a uno más chico es de abusones y maricas, y qué tienes tú que decir de mi marido. Vamos a ver, tú eres Palencia, ¿verdad?, ¿tu padre es comunista? —Sí, señora. —Pues los comunistas, no los franquista­s, son los que me mataron al padre de éste, ¿te enteras?, y esos cabrones me lo mataron en la toma de la Telefónica, donde hicieron la matanza de los que no comulgan con Stalin.

Y Palencia, que era de los más enamorados de la Catalana, palideció visiblemen­te, y decía: “Oiga, señora, que mi padre no es ningún asesino, también peleó contra Franco y como el que más”.

Y la Catalana: “¡Tu padre pelearía con el culo para arriba, cagado de miedo debía ser, como todos los comunistas!”

De modo que Palencia, gracias al latigazo verbal de la espléndida Catalana, se convirtió en el Cagado Palencia y solíamos cantarle con la música del cuplé “Valencia”: Palencia, no te bajes los calzones, que nos das la pestilenci­a.

Y él se quitaba los pantalones y, con el trasero y el aparato sexual al aire, con gestos triunfales, recorría el lugar del juego levemente interrumpi­do.

Como un torero que da la vuelta al redondel.

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