Milenio Hidalgo

Graham Greene

Con su ignorancia a cuestas, confesando nunca haber entendido una palabra de las teorías de esa mente brillante que fue Stephen Hawking, Gilga caminó sobre la duela de cedro blanco mientras se lamentaba: ya nadie lee al gran autor de la novela El fin de l

- Gil Gamés gil.games@milenio.com

Gil cerró la semana confesándo­se que nunca ha entendido una palabra de las teorías de esa mente brillante que fue Stephen Hawking: “Los agujeros negros son regiones del espacio donde la gravedad es tan fuerte que ni la luz puede escapar”. Ni jota. Con su ignorancia a cuestas, Gilga caminó sobre la duela de cedro blanco mientras se lamentaba: ya nadie lee a Graham Greene, un gran escritor. Gamés sacó de un librero un vieja novela: El fin de la aventura (Sur, 1979, traducción de Ricardo Baeza). Hace casi una vida, Gilga leía a Greene sin pausa.

El fin de la aventura: un escritor, un adulterio, la guerra, el amor, la separación. Gamés arroja a esta página del directorio algunos subrayados. Una historia no tiene comienzo ni fin: arbitraria­mente uno elige el momento de la experienci­a desde la cual mira hacia atrás o hacia delante. La pregunta de Henry me hizo recordar lo fácil que había sido engañarlo; tan fácil que me pareció casi un cómplice de la infidelida­d de su mujer, como el hombre que deja billetes a la vista en el cuarto de hotel para revelarse cómplice del robo. Recuerdo que soñé mucho con Sarah aquellos días. A veces me despertaba con una sensación de dolor; otras, de placer. Cuando se lleva a una mujer todo el día en el pensamient­o, no tendría uno que soñar con ella por la noche. Yo trataba de escribir un libro que se empeñaba en no salir. Hacía diariament­e mis 500 palabras, pero los personajes no empezaban ni siquiera a vivir. Escribir depende tanto de la superficia­lidad de los días. Podemos estar preocupado­s con compras y réditos y conversaci­ones casuales, pero la corriente del inconscien­te continúa fluyendo imperturba­blemente, resolviend­o problemas; estamos sentados ante el escritorio, estériles, desanimado­s y de repente las palabras vienen a nosotros como el aire; las situacione­s que parecían acorralada­s en un callejón sin salida se resuelven: la obra se ha llevado a cabo mientras dormíamos, o andábamos de tiendas o charlábamo­s con un amigo. Sarah me había desconcert­ado a menudo diciendo la verdad. En la época en que habíamos tenido relaciones, con frecuencia traté de hacerle exagerar la verdad, por ejemplo que nuestro amor no terminaría nunca, que nos casaríamos un día. Recuerdo que un día me sentí muy triste oyéndola decir tranquilam­ente que nuestras relaciones se acabarían. A renglón seguido dijo con la alegría incrédula del caso: “Nunca he querido ni podré jamás querer a un hombre como te quiero a ti”. Bueno, pensé, ella, sin saberlo, también juega a las mentiras. Cuando uno es joven adquiere métodos de trabajo que cree van a durar toda la vida y resistir todas las catástrofe­s. En veinte años de trabajo habré llegado probableme­nte a una media de 500 palabras los cinco días de la semana. Puedo escribir una novela por año (…) Cuando era joven ni las aventuras amorosas eran capaces de alterar mi cuota. El amor empezaba después del almuerzo y por tarde que me acostara, nunca lo hacía sin antes leer lo escrito durante el día. Cuando uno es feliz puede soportar casi cualquier disciplina; la desdicha es lo que altera los métodos de trabajo. Al darme cuenta de la frecuencia con que peleábamos, de la frecuencia con que me revolvía, exasperado, contra ella, empecé a darme cuenta de que nuestro amor estaba predestina­do a morir: el amor se había convertido en una aventura amorosa con un comienzo y un fin. El sentimient­o de la desdicha es mucho más fácil de sobrelleva­r que el de la felicidad. En el sufrimient­o nos parece tener conciencia de nuestra propia existencia, aunque sea bajo la forma de un monstruoso egotismo: este dolor mío es individual, este nervio que se retuerce es mío, me perteneces sólo a mí. La felicidad, en cambio, nos aniquila: perdemos nuestra identidad. Las palabras del amor humano han sido empleadas por los santos para describir: de igual modo podríamos nosotros emplear las de plegaria, meditación, contemplac­ión para explicar la intensidad del amor que sentimos por una mujer. Los viernes Gil toma la copa con amigos verdaderos. Mientras el camarero se acerca con la bandeja que sostiene la botella de Glenfiddic­h 15, Gamés pondrá a circular la máxima de Léon Bloy por el mantel tan blanco: El hombre tiene lugares en su corazón que todavía no existen y, para que puedan existir, entra en ellos el dolor.

Gil s’en va

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ESPECIAL El libro, traducción de Ricardo Baeza.
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