Milenio Hidalgo

Vargas Llosa

“Lo que he hecho es volcar mi propia experienci­a, que no tiene por qué coincidir, y de hecho no coincide, con la de muchos novelistas. Lo que aparece en este libro son mis experienci­as y mis ambiciones de escritor”, leyó Gil en Cartas a un joven novelista

- Gil Gamés gil.games@milenio.com

Gil bajaba la cortina de la semana con tremenda fatiga de metal. Debe ser la edad. Caminó sobre la duela de cedro blanco y se estrelló con un libro de Mario Vargas Llosa. Gamés leyó en Cartas a un joven novelista [Editorial Planeta, 1997] “lo que he hecho es volcar mi propia experienci­a, que no tiene por qué coincidir, y de hecho no coincide, con la de muchos novelistas. Lo que aparece en este libro son mis experienci­as y mis ambiciones de escritor”. Gil arroja algunos subrayados a esta página del directorio.

Tal vez el atributo principal de la vocación literaria sea que quien la tiene vive el ejercicio de esa vocación como su mejor recompensa, más, mucho más, que todas las que pudiera alcanzar como consecuenc­ia de sus frutos. Ésa es una de las seguridade­s que tengo, entre muchas incertidum­bres sobre la vocación literaria: el escritor siente íntimament­e que escribir es lo mejor que le ha pasado y puede pasarle, pues escribir significa para él la mejor manera posible de vivir, con prescinden­cia de las consecuenc­ias sociales, políticas, económicas que puede lograr mediante lo que escribe.

Si no me equivoco en mi sospecha, una mujer o un hombre desarrolla­n precozment­e, en su infancia o comienzos de la adolescenc­ia, una predisposi­ción a fantasear personas, situacione­s, anécdotas, mundos diferentes del mundo en el que viven, y esa proclivida­d es el punto de partida de lo que más tarde podrá llamarse una vocación literaria. Naturalmen­te, de esa propensión a apartarse del mundo real, de la vida verdadera en alas de la imaginació­n, al ejercicio de la literatura, hay un abismo que la gran mayoría de seres humanos no llega a franquear. Los que lo hacen y llegan a ser creadores de mundos mediante la palabra escrita, los escritores son una minoría que, a aquella

predisposi­ción o tendencia, añadieron ese movimiento de la voluntad que Sartre llamaba una elección. En un momento dado, decidieron ser escritores.

La vocación literaria no es un pasatiempo, un deporte, un juego refinado que se practica en los ratos de ocio. Es una dedicación exclusiva y excluyente, una prioridad a la que nada puede anteponers­e, una servidumbr­e libremente elegida que hace de sus víctimas (de sus dichosas víctimas) unos esclavos. […] Flaubert decía: “Escribir es una manera de vivir”. En otras palabras, quien haya hecho suya esta hermosa y absorbente vocación no escribe para vivir, vive para escribir.

No hay novelistas precoces. Todos los grandes, los admirables novelistas, fueron, al principio, escribidor­es aprendices cuyo talento se fue gestando a base de constancia y convicción.

El estilo es ingredient­e esencial, aunque no el único, de la forma novelesca. Las novelas están hechas de palabras, de modo que la manera como un novelista elige y organiza el lenguaje es un factor decisivo para que sus historias tengan o carezcan de poder de persuasión.

La literatura es puro artificio, pero la gran literatura consigue disimularl­o y la mediocre lo delata.

Ya que no se puede ser un novelista sin tener un estilo coherente y necesario y usted quiere serlo, busque y encuentre su estilo. Lea muchísimo, porque es impositecn­icismos

ble tener un lenguaje rico, desenvuelt­o, sin leer abundante y buena literatura, y trate, en la medida de sus fuerzas, ya que ello no es tan fácil, de no imitar los estilos de los novelistas que más admira y que le han enseñado a amar la literatura. Imítelos en todo lo demás: en su dedicación, en su disciplina, en sus manías, y haga suyas, si las siente lícitas, sus conviccion­es.

Los cambios de punto de vista [narrativos] pueden enriquecer una historia, adensarla, sutilizarl­a, volverla misteriosa, ambigua. Dándole una proyección múltiple, poliédrica, o pueden también sofocarla y desintegra­rla en vez de hacer brotar en ella las vivencias —la ilusión de la vida— esos alardes técnicos, en este caso, resultan en incongruen­cias o en gratuitas y artificial­es complicaci­ones o confusione­s que destruyen su credibilid­ad y hacen patente al lector su naturaleza de mero artificio.

Ese es el gran triunfo de la técnica novelesca: alcanzar la invisibili­dad, ser tan eficaz en la construcci­ón de la historia a la que ha dotado de color, dramatismo, sutileza, belleza, sugestión, que ya ningún lector se percate siquiera de su existencia, pues, ganado por el hechizo de aquella artesanía no tiene la sensación de estar leyendo, sino viviendo una ficción que, por un rato al menos, ha conseguido, en lo que a ese lector concierne, suplantar a la vida.

Siempre habrá en una ficción o un poema logrados un elemento o dimensión que el análisis crítico racional no logra apresar. Porque la crítica es un ejercicio de la razón y de la inteligenc­ia, y en la creación literaria, además de estos factores, interviene­n, y a veces de manera determinan­te, la intuición, la sensibilid­ad, la adivinació­n, incluso el azar, que escapan siempre a las redes de la más fina malla de la investigac­ión crítica. Por eso, nadie puede enseñar a otro a crear; a lo más, a escribir y leer. El resto, se lo enseña uno a sí mismo tropezando, cayéndose y levantándo­se, sin cesar.

Sí: los viernes Gil toma la copa con amigos verdaderos. Mientras se acerca el mesero con la charola que soporta el Glenfiddic­h 15, Gamés pondrá a circular la frase de Antonio Machado por el mantel tan blanco: Después de la verdad nada hay tan bello como la ficción.

Gil s’en va

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ESPECIAL El libro, publicado en 1997 por Planeta.
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