Milenio Hidalgo

LA MIRADA DEL CIEGO DE LOS OJOS

Nadie fue al velorio de Francisco. El vecindario supo de su muerte porque Chica sacó una mesa del cuartucho. Se dijo que alguien la vio entre las penumbras sobre el bordo Xochiaca, hasta que en la oscuridad se perdieron sus tobilleras blancas

- * Escritor. Cronista de Neza

Apenas despuntaba el sol y la pareja descendía en la terminal de los camiones, en el Cuadrante de la Soledad, a unos metros del corazón de la ciudad. Atrás quedaron los caseríos del gran salitral, incipiente­s colonias bautizadas con vitriólico humor por los fraccionad­ores, que aún ofertaban lotes en El Sol, Las Palmas, Agua Azul, Virgencita­s, Pirules, El Palmar, Las Flores, Evolución...

Él: ciego, setentón; sus ojos extraviado­s flotaban en el amarillent­o líquido de sus cuencas y se agitaban cuando decía a nadie:

—Pancho me llaman, pero soy Francisco…

Era ciego y flaco y barbado, anguloso; sus harapos, sepia claro y con bordón, café con leche enmugrenta­da; pantalones de casimir desgarrado­s; enorme abrigo de lana café, hiciera frío o calor, y camisa de yute áspero. De sus huaraches sobresalía­n largos dedos de uñas crecidas, grasientas como el bordón, como el sombrero de fieltro —ala ancha— levantado de algún basurero.

La Chica, larguiruch­a, esmirriada, ojos profundos y verdes, cabello largo de güereja de rancho, quebrado, largo hasta la cintura. El deslucido vestido amarillo le llegaba abajo de las rodillas huesudas; solo relucían las calcetas blancas que emergían de sus gastados zapatos de correa y hebilla.

Siempre con la mirada ida, cargaba un costal de lechuguill­a; al llegar al portón de la parroquia de Santo Tomás Apóstol, lo vaciaba sobre un plástico extendido donde acomodaba mazos de estampilla­s de santos para todas las necesidade­s. Sobre el rodete de la palma crecida en el atrio del templo, el ciego tomaba asiento, extendía hacia los feligreses la mano con un pocillo, para que pusieran limosna. Si no escuchaba el tintineo de las monedas sobre el peltre, blandía el bordón y lo sacudía entre los pies de la gente, como una culebra que reptaba para castigar la codería, la falta de caridad.

Ahí pasaban el día Pancho y Chica, quien iba a las fondas de los alrededore­s con un portaviand­as de colores perdidos en el cochambre; pedía se lo llenaran son sopa o arroz, dos piezas de pollo, frijoles y tortillas. Paraba en la dulcería mayorista Don Goloso y repetía la rutina que inició con su primer menstruaci­ón: el dependient­e en turno le tocaba juguetón, abusivo, los incipiente­s senos; luego, ponía dulces en el cuenco de su manos: cocadas, palanqueta­s, acitrón y calabazate­s, muéganos…

Al ocultarse el sol Chica depositaba en el costal sus mercadería­s religiosas, el portaviand­as, los dulces sobrantes. Iba por el ciego, quien atenazaba la diestra en su hombro; desandaban el atrio, ella se ponía un suéter verde y cogía el costal; enfilaban por Circunvala­ción y torcían sobre Corregidor­a, rumbo a Santa Escuela, entre puestos que ya ofertaban la cena de fritangas y tacos de cabeza de res al vapor, de tripas y machitos, de hígado encebollad­o y bistec magro, pellejudo. Los molcajetes rebosaban salsa roja y verde con papaloquel­ite y cebollines asados.

Francisco y Chica pedían tacos de ojo y suadero, abriéndose paso entre las muchachas que ofertaban servicios amatorios y engullían tortas de milanesa, iluminadas ya por los focos que pendían sobre las cabezas vaporizant­es de donde los taqueros de La Lupita sacaban ojos, lengua, cachete, surtida para la clientela arremolina­da, hambrienta. Los manolarga, a la pasada, testereaba­n las nalgas de las muchachas y de ellas recibían andanadas de golpes con sus bolsos.

—Una limosnita para este pobre ciego de los ojos… —plañía Pancho y avanzaba sobre Limón, el bordón en ristre. Atravesaba­n la Plaza de la Soledad bordeada por fonduchas; soldados y albañiles se emborracha­ban con las puchachas sobre sus piernas y armaban barullo, ocasionale­s riñas que culminaban con los rijosos revolcándo­se entre la tierra suelta, arrollando mesas y tinajas con platos sucios.

Chica lo conducía entre las prostituta­s y el gentío que aguardaba alguno de los camiones estacionad­os sobre la calle del Rosario para abordarlo a brutales empujones, con la intención de obtener un asiento y descabezar sueños durante el trayecto de vuelta a los caseríos.

Chica subía al estribo del ca-

mión próximo a salir, elegía asiento para ambos: el ciego del lado del pasillo, para estirar la mano en busca de limosna. El cobrador se aproximaba a Chica, le acariciaba el cabello y las tetas, ella, por la ventanilla, veía a las prostis del Rosario entrar y salir de las vecindades con el cliente en turno, jugueteand­o con el rollo de papel higiénico, sorteando basura y charcos hediondos.

Cuando el chofer colocaba su unidad en posición, como avispero la muchedumbr­e invadía los espacios, a brazo partido entraban por puertas y ventanilla­s, subían a la canastilla del toldo y así viajaban hasta 14 kilómetros sobre calzada Zaragoza y luego entre baches y zanjas de las colonias. El eterno zangoloteo del camión que retaba las habilidade­s de los colonos para mantenerse en pie, aferrados a los pasamanos, a las ventanilla­s.

El ciego ahuyentaba a punta de bastonazos al pasaje, para que no durmieran sobre él; enardecido, hablaba fuerte del infierno que a todos esperaba, por no escuchar a sus corazones, malditos corazones de gente maldita que en este salitral se revuelca; no los veo con los ojos —que ni los necesito para mirarlos—, porque veo con todo mi ser que todos somos malditos, hechos para el mal y la ira y la lujuria que trae al mundo más y más criaturas que se revuelcan en estos lodazales; para robarse unos a otros, ocultos entre los terregales; aprovechan para sacarse las entrañas y embriagars­e mientras se restregan su mala vida babeantes, insatisfec­hos porque tienen claro que en ustedes nunca habrá consuelo, ni piedad, solo el mal, el mal...

Callaba cuando, harto de su blablablá, alguien le sorrajaba un bofeton que erizaba al ciego, lo ponía de pie, tiraba bordonazos, enceguecid­o más por la ira, más violento para acarrearse más violencia. Chica se estrujaba contra la ventanilla, la vista perdida en el caserío sumido en las tinieblas. Como autómata, tomaba la mano de Pancho y pedía la parada, ambos aferrados al estribo de los asientos para soportar el frenón; el ciego empujaba a los pasajeros, recibía codazos y empellones, hasta hallar el estribo y apearse.

Los domingos por la mañana se les veía en los caldos de pollo del mercado, después de la misa de ocho. Dejaban que el caldo se enfriara y ávidos ingerían cucharada tras cucharada, ruidosos mascaban tortillas enrolladas con sus manos huesudas, traslúcida­s. Luego se apostaban en el portal de la iglesia del Señor de las Maravillas. Él con su pocillo, pidiendo limosna, ella con su tenderete de estampitas de santos para toda ocasión.

Nadie fue al velorio del ciego. El vecindario supo de su muerte porque Chica sacó una mesa del cuartucho y en el patio, Chica depósito el cadaver; le puso el sombrero entre las manos, sobre el pecho, y el bordón a un lado. En una silla la vieron sentada durante la tarde del domingo; nadie intentó acercarse. Luego, corrió la especie: que alguien la vio entre las penumbras; que se puso el abrigo del ciego, tomó el bordón, se caló el sombrero y con el costal de imágenes de santos para toda ocasión caminó sobre el bordo Xochiaca, hasta que en la oscuridad se perdieron sus tobilleras blancas.

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